Muchas veces habremos oído contar aquello de que la cara es el espejo del alma. Las emociones, cuando con genuinas, no nos permiten mentir, por mucho control mental que tratemos de imponer sobre ellas para mantenerlas a raya.No podemos hacerle creer a nadie con palabras que estamos muy a gusto cuando nuestros ojos delatan su reciente humedad o nuestros labios se esfuerzan por esbozar una sonrisa fingida.
Para resultar creíbles a los demás, nuestro lenguaje verbal debe sincronizarse con nuestro lenguaje gestual o corporal. Si ambos lenguajes no van coordinados, el mensaje que pretendamos transmitir siempre les llegará a los demás distorsionado y, ante sus ojos, dejaremos de parecer personas en las que puedan confiar.
Pero hay personas que logran hacerse expertas en disfrazar sus verdaderas emociones y acaban haciendo de las máscaras y de las mentiras sus complementos imprescindibles para seguir funcionando, hasta el punto de llegar a creerse esa versión ficticia de sí mismas y desterrar en algún rincón olvidado de su conciencia esa otra cara verdadera con la que ya han dejado de identificarse.
¿Qué puede llevar a una persona a renegar de esa manera de sí misma?
¿Qué puede ser tan grave como para preferir esconder el verdadero rostro bajo una máscara impersonal a mostrarlo al natural como un espejo en el que otros puedan mirarse y reconocerse?
Es evidente que todos hemos pensado, hemos dicho o hemos hecho cosas en el pasado de las que no nos sentimos precisamente orgullosos en el presente. Pero a veces olvidamos que somos más comunes y corrientes de lo que creemos y que esos episodios que preferiríamos olvidar se parecen demasiado a los episodios que otros que viven a nuestro alrededor también tratan de olvidar. En lugar de jugar a ver quién se esconde mejor, ¿por qué no compartir abiertamente esos momentos que tanto nos avergüenzan para poder reírnos todos con todos en lugar de preferir reírnos nosotros solos cuando descubrimos los secretos vergonzantes de los demás?
Hay quien afirma que las cosas, por duras que sean, se superan cuando podemos hablar de ellas con humor. ¿No es más sano y más económico reír que disfrazarse, que reprimirse o que fingir ser otra persona?
¿Qué se gana afirmándose muy feliz, cuando en realidad eres de todo consciente de no estás nada a gusto con tu vida?
¿Qué tratamos de inspirar en los demás? ¿Acaso envidia? ¿Nos hemos preguntado alguna vez qué ganamos nosotros con que otros nos envidien?
En un mundo sembrado de escaparates donde exhibirse en las redes sociales, son muchos los que caen en la trampa de estos delirios de vanidad y de estas huidas hacia adelante con las que algunos pretenden fabricarse y creerse una vida alternativa, que resulta tan artificial como una cara que no refleja emoción alguna, porque se ha escondido bajo una máscara para que quienes la miran no la puedan descifrar.
¿Qué clase de afectos pretendemos despertar en los demás si no nos mostramos como somos? ¿Qué clase de naturalidad esperamos encontrar en esos otros si nosotros, antes de salir de casa, nos pasamos ratos eternos tratando de enterrar defectos bajo espesos maquillajes o invertimos lo que no tenemos intervenciones quirúrgicas que no necesitamos para corregir o aumentar determinados atributos de nuestra anatomía?
¿Qué clase de seguridad en nosotros mismos vamos a demostrar a quienes interactúen con nosotros si somos incapaces de atrevernos a ser quienes somos de verdad?
¿Qué tememos? ¿Que no nos acepten si dejamos de ponernos el freno? ¿O tal vez lo que realmente nos preocupe sea la pérdida de seguidores si nos descubren sin filtros?
A veces nos dejamos llevar con tanta facilidad por la influencia de las modas pasajeras que parecemos olvidar que la gracia de las relaciones interpersonales es el poder compartir experiencias y conocimientos y crecer todos un poco gracias a lo que compartimos. Porque compartir implica escuchar, valorar, abrir la mente, debatir, sacar puntos en común y descartar lo que no acaba de convencer. A partir de ahí, se pueden llegar a desarrollar buenas ideas que acaben cristalizando en productos que satisfagan a todas las partes implicadas.
Pero, si en lugar de partir de la naturalidad, ya partimos de una mentira o de una media verdad, ¿qué vamos a conseguir con esa interacción?
Muchas relaciones de pareja fracasan porque una de las dos partes o incluso las dos optan por esconderle parcelas de sí mismas a la otra o por fingir pasados muy diferentes al real o por miedo a no parecerle suficiente a la otra persona. Y lo que se empieza tras una máscara, después resulta casi imposible continuarlo a cara descubierta.
Deberíamos perder el miedo a mostrarnos como somos y atrevernos a mirarnos en los demás como si fuesen un espejo que nos devuelve lo que más nos gusta o nos disgusta de nosotros mismos. Nuestros defectos no son algo tan negativo como para esconderlo. Si vamos un poco más allá y les damos la vuelta, entenderemos que son la excusa perfecta para seguir puliéndonos, permitiéndonos evolucionar de una manera saludable. Si nos limitamos a tratar de enterrarlos, nunca podremos superarlos y pasarán a convertirse en los cimientos de una vida inventada, que en nada se parece a la que habríamos podido desarrollar.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749