Un preso común me comentaba sobre su infancia feliz, y me describía los pasajes que con más nitidez le calaron en la memoria.
Se recuerda siempre en la escalera de la entrada de su escuela primaria esperando que lo fueran a buscar. Veía caer la tarde sabiendo que perdería su tanda de muñequitos que veía en casa de un vecino. Lo preocupante, en realidad, era que también perdiera las aventuras, como había sucedido otras veces. Sabía que nunca fallaban; por tarde que fuera, siempre lo recogían, por eso se encargaba de llevar un trompo o algunas bolas para “matar el tiempo”.
Pero por supuesto, estos no son los recuerdos felices; tampoco la angustia por no tener una bicicleta como muchos de los otros niños, ni que sus cumpleaños pasaran inadvertidos. No, ese no es el inventario mental que desea contarme, aunque obligadamente lo evoque.
Él prefiere los mejores tiempos de verdad, aquellos domingos en que su tío bueno lo levantaba temprano para llevarlo a la playa, y –antes de salir– le depositaba sobre sus espaldas una pesada mochila, y que –una vez en la muchedumbre que vacacionaba– su tío bueno extraía los panes con jamón que vendía a lo largo de la playa. Recorrían el litoral de un extremo hasta el otro; aún recuerda el calor de la arena quemando la piel de sus pies, los empujones del tío bueno para que se apurara, o el miedo a perderse y no volver a encontrar a su familia cuando reparaba en que su tío no estaba cerca de él. Pero eso fue solo al principio.
Luego, aprendió qué sucedía cuando la policía estaba cerca, y que lo recomendable era acercarse a una familia; en silencio, intentando no despertar sospecha, se acercaba a ella hasta que la vigilancia se iba y su tío bueno volvía a recogerlo y continuar la venta.
Pero eso no era la mejor parte, por supuesto, lo sabe. Es que al final de la larga y extenuante jornada, su tío, como premio, le permitía un chapuzón por varios minutos. Los recuerda como los mejores de su vida.
Al regreso, imitando a los niños que veía con sus padres, le tomaba la mano al tío bueno, y emocionado, al entrar a la casa, le vaciaba la experiencia a su abuela. Describía las olas y un castillo que dejaba a medio hacer por el temor de su tío a que los sorprendiera la noche.
El lunes en la mañana, sus compañeros de aula envidiaban el color de su piel, y les contaba de un fin de semana en una casa de la playa que alquiló su padre para el disfrute de la familia. Mientras, los otros escuchaban atentos sus descripciones, sobre los hombros de su padre, recorriendo, jurándole que desde esa elevación todo resulta distinto y mejor.
Ángel Santiesteban-Prats
Prisión Unidad de Guardafronteras. La Habana. Febrero de 2015.