Revista Cultura y Ocio
Hace unos días emprendimos uno de los mejores viajes que he realizado hasta el momento. Partimos al alba con el coche repleto de comida y de abultadas mochilas. ¿Nuestro destino? Una pequeña eco-aldea que hasta hace poco ni siquiera aparecía en los mapas. Siguiendo una carretera digna del rally de Córcega nos desviamos por una pista de tierra siguiendo los arcoíris que marcaban el camino al estilo de las vieiras del Camino de Santiago. La pista estaba repleta de baches y badenes lo que hacía que el coche se bambolease inevitablemente lanzándonos de un lado a otro del asiento con las consiguientes carcajadas.
Paramos un momento a admirar las vistas del valle y continuamos hasta el aparcamiento, a unos quince minutos a pie del pueblo. No dejaban entrar con los coches hasta el pueblo para evitar así ruido, polución y todas las molestias que ocasionan. Así pues nos cargamos de bártulos y bajamos por un sendero de márgenes quemados. Pronto vimos el pueblo y el humo de los hogares.
Nosotros dormimos en la casa común. Una casa con fuego de leña, algunas literas, pequeñas ventanas, y con superpoblación de moscas. Tras dejar los bártulos allí y tocar un poco una guitarra a disposición de quien supiera aporrearla, fuimos a dar un paseo por el pueblo.
La gente de allí vive en pequeñas casas de madera al estilo de las yurtas. Suelen ser casas de dos pisos y de una sola estancia por piso. Suficiente para vivir cómodamente. La gente es realmente amable y hospitalaria, en seguida te invitan a pasar y a charlar un rato con ellos. Los días se nos hicieron eternos. No porque nos aburriésemos, sino porque nos levantamos con el sol y nos acostábamos con él. El ritmo de vida allí era muy diferente al estrés de la ciudad.
Bajamos por el valle en otra de nuestras excursiones hasta el río, un lugar abovedado de árboles que daban una sombra húmeda y fresca en contraste con la solana del camino. El río no cubría en sus partes más profundas mucho más arriba de la cintura, pero a ver quien era el valiente que se metía en sus heladas aguas. Por el mismo camino del río se llegaba hasta Poibueno, otra aldea similar a Matavenero dónde topamos con un rebaño de cabras.
Nuestro último día allí lo pasamos en la bodega donde nos sirvieron un "Chambir". Esta bebida se trataba de una suerte de champagne de rosas con un chupito de cerveza negra que realmente sabía delicioso. Aprovechamos también para comprar un tarro de confitura de frambuesas con nata, que acompañado del pan de la tahona del pueblo nos hizo la boca agua. Todo estaba hecho por la gente del pueblo y con los recursos del pueblo.
De allí me llevo una paz interior y un sosiego como no he sentido nunca en ningún otro sito. Me llevo el cariño de la gente. Me llevo el haber asistido a una asamblea del 15-M que se celebró por parte de unos chicos que hacían la marcha a Madrid desde Galicia y decidieron pasar por allí.
Me llevo sin duda muchas cosas y a cambio dejo una cazuela olvidada en la casa común.
Ortigueria fue ya otra historia. Nuestro primer reto fue encontrar aparcamiento. Llegamos allí un miércoles. Bajamos el camino hasta el pinar y allí entre unos árboles montamos la tienda. Al poco rato llegaron los amigos que faltaban así que todo salió a pedir de boca.
Una vez montadas las tiendas y acomodados fuimos a investigar por el pinar y por sus innumerables puestos y raves. Una rave para el que no lo sepa se trata de un puesto, a veces acompañado de barra de bar, con unos altavoces donde ponen toda clase de música. Pero no solo hay una rave, hay decenas de ellas por todo el pinar, incluso en la playa también, y en cada una de ellas ponen un estilo.
Por otra parte los puestos de comida estaban realmente bien, aunque había mucha comida vegana. La mayor parte de los días comimos en el puesto que Matavenero había llevado al festival, y donde ofrecían unas crepes con mermelada del pueblo.
Si me pongo a hablar de la gente quizá no acabe. A cada cual era más pintoresco. Vi a uno vestido igual que Johnny Deep en "Miedo y asco en las Vegas", otro tenía la cabeza pegada al altavoz a las once y media de la mañana, otro iba desnudo por la playa y el que menos te ofrecía galletas de la risa, opio, o la tan conocida dietilamida de ácido lisérgico. Y casi como personas había perros, muchos perros.
Luego por la noche subimos al pueblo a ver y a escuchar el festival de música celta. Tuvimos la suerte de escuchar a grupos como Skerryvore, Luar Na Lubre, o la Brian Finnegan Big Band. Todos ellos espectaculares. La organización del festival estaba realmente bien, con siete buses cada diez minutos o cuarto de hora que llevaban a la gente desde el pinar hasta el festival en el pueblo.
También nos bañamos en el mar. Aunque la mayor parte de los días hizo un tiempo de perros pudimos disfrutar de un par de cortos baños en las frías aguas del atlántico antes de volver a nuestra seca meseta. Incluso el último día me dio por ir a investigar a una de las islas cercanas a la costa una vez que había bajado la marea y se podía llegar a pie. De paredes escarpadas, el acceso a la isla era casi imposible, así que la rodeé trepando por las rocas hasta llegar al otro lado y por fin pude ver la inmensidad del océano.
La vuelta fue ya otra historia. Pasé el viaje durmiendo y cuando quise darme cuenta estábamos ya en casa. Vuelta a la normalidad, pero con otra voluntad y con muchas ganas de aplicar lo aprendido a mi rutina.
Un viaje repetible sin duda.
Recomendaciones:
Skerryvorre - Path to Home (Spotify)
Luar Na Lubre - O son do Ar (Spotify)
Brian Finnegan Big Band - Belfast (Spotify)
El video no corresponde a la canción, pero es un extracto de la actuación en el festival de Ortigueira de 2011
Paulus M.