Había visto México reducidos en los treinta años anteriores la superficie mexicana a la mitad, primero con la separación de Texas, que se unió después a los Estados Unidos, luego con la cesión, por el oneroso tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, de los actuales estados de California, Arizona, Nuevo México, Utah, Nevada y Colorado, y por fin con la cesión de La Mesilla, un territorio al sur de Arizona de superficie similar a la de Andalucía, vendido por Santa Anna, en 1853, por quince millones de pesos, al gigante del norte.
No fue la aventura mexicana venturosa para Maximiliano. Su imperio enfrentado a los republicanos de Benito Juárez, fue al fin abandonado por Napoleón III, incapaz éste de mantenerlo en el poder, o borrado el sueño de mantener su influencia en América, una vez liberados los Estados Unidos de la carga que suponía su propia guerra civil. Solo, Maximiliano, entre derrota y derrota, osciló su voluntad entre resistir o abdicar.
En febrero de 1867, Porfirio Díaz, general de las fuerzas republicanas, amenaza Puebla, y Maximiliano decide dejar la capital y refugiarse en Querétaro con las fuerzas monárquicas. Había tenido el emperador antes la oportunidad de abdicar y ponerse a salvo, antes de que el fin, que se vislumbraba próximo, convirtiera su destino en irreversible tragedia, pero tras dudar si dejar México y volver con Carlota, ya declarada loca, a su querido Miramar, optó por resistir. Aún tuvo Maximiliano una segunda oportunidad para eludir un fatal desenlace. Juárez, a punto de quedar sitiado Querétaro, le brinda la ocasión de marchar sin daño. Pero era tarde ya. Quizás el emperador, que ya casi no lo era más que de nombre, no podía más que afrontar los hechos con la dignidad de su título. Refugiado con los generales Mejía y Miramón resistirá poco tiempo, siendo capturado el 15 de mayo. De inmediato, en el Teatro de Iturbide de Querétaro, comenzó el juicio, en el que, por un tribunal militar, fue acusado, entre otros cargos, de violar la Constitución de 1857, adoptar un título inexistente en México o de promulgar el decreto por el que se condenaba a muerte a quien se enfrentara al Imperio.
La Constitución de 1857, de carácter liberal, era la vigente al ocupar Maximiliano el trono mexicano. Una de las acusacionesque pesaron sobre el emperador en el consejo de guerra al que se le sometió, fue la violación de dicha Constitución.
Muchos e intensos fueron los intentos por salvar la vida del archiduque. Los Estados Unidos, por medio de su Secretario de Estado William Seward, y Prusia, pidieron clemencia para Maximiliano. También Francisco José, hermano del condenado, solicitó el perdón, al tiempo que cartas escritas por Víctor Hugo y Garibaldi pidiendo lo mismo resultaron inútiles, pues llegaron a México cuando el emperador había sido ejecutado.
El 19 de junio de 1867, de madrugada, Maximiliano oye misa. La canta el obispo don Manuel Soria. Luego desayuna con los generales fieles. A las seis y media de la mañana es llevado al Cerro de las Campanas. Allí será fusilado. Pide a los soldados del pelotón que apunten a su pecho. No quiere que su madre, cuando su cadáver sea entregado a su familia, vea su rostro desfigurado, y entrega a cada soldado una moneda de oro. Después, en un gesto de generosidad y agradecimiento a Miramón, se coloca a un lado, cediendo el centro al general. Poco después tronaron los cañones de la fusilería y el Imperio Mexicano llegó a su fin.
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Las circunstancias de la ejecución, posterior cuidado del cadáver del archiduque y la misteriosa aparición poco después, de un enigmático personaje en la República de El Salvador, han dado pábulo a la especulación.
Varios autores han escrito sobre la ejecución de Maximiliano, que iba a ser pública, pero que apenas tuvo testigos; que el pelotón de fusilamiento estaba integrado por soldados y campesinos que no conocían a Maximiliano, a los que se les prestaron uniformes, razón por la que era tan heterogénea la altura de los soldados y que les cayeran tan mal los uniformes; que no hubiera fotografías del fusilamiento y que todo se hiciera con precipitación e incluso, que un negligente embalsamamiento del cadáver lo tornara en prácticamente irreconocible meses después, incluso por su madre, cuando al llegar los restos del archiduque a Austria en enero de 1868, negó que fuera el cuerpo de su hijo. Quizás, la intención de privar al emperador derrocado de cualquier halo de heroísmo en el momento de su muerte estuviera detrás de todo ello.
Hay un famoso cuadro de Manet recreando el fusilamiento, en el que el rostro del emperador, situado en el centro, aparece borroso, en contraste con la nitidez de sus compañeros, los generales fieles; y aunque es cierto que no hubo fotografías del momento de la ejecución, sí hubo fotografías de su cadáver. Francois Aubert, fotógrafo de Maximiliano, fue su autor, y aquellas fotografías, en el formato conocido como tarjetas de visita, se vendían por dos pesos, y fueron muy populares.
También el hecho de que Juárez y Maximiliano fueran masones, se esgrime por algunos como razón para salvarlo de la muerte, pero lo cierto es que no está acreditado que el emperador lo fuera, habiendo incluso testimonios que lo niegan.
De las anteriores circunstancias surgieron especulaciones y de la aparición en El Salvador de un personaje misterioso el mito. El caso es que hacia 1870 ya se había presentado en dicho país un hombre enigmático. No se sabía nada de él, ni él decía mucho de sí mismo. Era de tez y ojos claros, muy educado, de buenos modales, culto y conocedor del protocolo. Hablaba el alemán y otros idiomas europeos, y decía llamarse Justo Armas, pues, según manifestó en testamento por él otorgado en 1922, una rica familia de origen español con dicho apellido lo había acogido y educado, tras ser rescatado del cautiverio que sufrió de los indios cuando fue apartado de niño de una señora y un clérigo austríaco que vivían en un Texas aún mexicano.
Parece ser que al llegar a El Salvador, impolutamente vestido de blanco pero descalzo, por una promesa hecha a la Virgen que le salvó de una muerte segura, le acogió y promocionó don Gregorio Arbizú, vicepresidente del país, masón, ocupándose de los encargos que sobre asuntos protocolarios y relaciones públicas, se le encargaban por parte de la alta sociedad salvadoreña, haciendo uso de una enorme cantidad de objetos suntuarios, muchos de los cuales procedían, nadie sabe cómo, de los que el emperador Maximiliano había dispuesto en sus palacios.
El mito despierta la curiosidad, a veces de modo más intenso que la propia historia. Si era Armas el emperador que, como algunos han defendido, Juárez permitió escapar de la muerte, o si fue, más probablemente, como apuntan otros, uno de sus ayudantes, huido tras la ejecución de Maximiliano, es parte del mito. Sirva éste para conocer la historia, los hechos comprobados, y aventurarnos por los enigmas que la misma historia no es capaz de explicar.