LIDIA MARTÍN
Nunca olvidaré un episodio en el que, yendo a una cafetería como otra cualquiera del centro de la capital junto a unos amigos que venían de Málaga, a uno de ellos se le ocurrió pedir un café con leche. Hasta ahí, todo normal. Mientras esperábamos que nos sirvieran las consumiciones que cada cual habíamos pedido, dedicamos un buen rato a analizar con cierto detenimiento un cartel en el que el bar ofrecía todos los diferentes tipos de café de que disponían, cada uno denominado con su nombre característico que, además, es cambiante de ciudad a ciudad.
Cuál fue nuestra sorpresa al descubrir entre tanta variedad uno en particular, denominado con un vocablo de lo más castizo: un “desgraciao”. Lo primero fue la sorpresa, luego la risa. Finalmente, comprendimos el por qué de ese sorprendente nombre: un “desgraciao” es un descafeinado con leche desnatada y con sacarina, razones más que suficientes para una denominación tan particular y tan gráfica a la vez. Y es que, si ni siquiera un café es un café normal, a la altura de todo lo que se puede esperar de un café cuando se le quita su esencia o se le añaden sucedáneos, no ha de pasar algo muy diferente en nuestras vidas cuando hacemos justamente eso: desnatarla, convertirla en light y quitarle el “azúcar” que la endulza y le da sabor, por mucho que engorde.
Puede leer aquí el artículo completo de esta escritora y psicóloga, de fe protestante, titulado Me niego a vivir de sucedáneos