Si te dicen que caí,
no vengas
a enseñarme aerodinámica revisionista.
No me cuentes de los que cayeron venciendo.
No vengas a decirme
que no crees que haya sido un accidente.
En lo único que creo es en el accidente.
Lo único que sabe hacer el universo
es derrumbarse sin ningún motivo,
es desmoronarse porque sí.
Beatriz Vignoli
Me quedo colgada. Suspendida. Al borde de ese verso que reza En lo único que creo es en el accidente. Atisbando el abismo que me alerta de que Lo único que sabe hacer el universo es derrumbarse sin ningún motivo, [...] desmoronarse porque sí. No me sorprendo, sin embargo. Es como si hubiera asistido a la revelación de algo ya sabido.
Me quedo colgada, sí. Suspendida y, por tanto, tardando en voltear esa primera página del libro que os traigo hoy que contiene el poema de la argentina Beatriz Vignoli, el cual preludia los cinco cuentos de su compatriota Mariana Travacio que le siguen. Tendré esa misma sensación muchas veces a lo largo de esta lectura. Me quedo colgada de las frases de Mariana Travacio como de los versos de Beatriz Vignoli porque asisto al mismo derrumbe sin motivo, a la misma inevitabilidad. Las historias que me regala la escritora argentina son vértigo a la vez que quietud. Son detención en el proceso de caída libre. En ellas nunca se termina de tocar fondo y por lo tanto no hay manera de emerger. O tal vez se lleve tanto tiempo transitando por ese fondo que ya no se sabe qué hacer para buscar una vía de escape, para encontrar una salida de emergencia.«Me levanto odiándolo en mi soledad y odiándome por invocarlo. Bien podrías, Montes, no aparecer más; podrías irte al mismísimo infierno y no volver. Eso deberías hacer, y dejarme, ya, lejos de tu recuerdo, lejos de nosotros, de nosotros desdibujándonos, año tras año, deshilachándonos, indefectiblemente, derrumbándonos, en cámara lenta, indetenibles. Pero acá estoy, entre estas paredes arruinadas, deseando, con la misma fuerza, que vuelvas y que ya no vuelvas más».
Por donde yo transito es por la geografía narrativa de Mariana Travacio. No es una geografía de lugares sino de objetos que cuentan y callan: una cartera heredara de la madre a la que aferrarse para que infunda algo de dignidad, un despacho sin ventanas que ignora que afuera ya amaneció, una silla ajada en la que para reunir valor para sentarse no queda otra que retrotraerse a aquella otra acomodada de la casa de la infancia «de cuando mis padres todavía me miraban como si yo fuera alguna clase de promesa», …
La vida, «esa vida que estaba por delante», también fue alguna vez una clase de promesa. Ahora, sin embargo, tan solo es desvanecimiento, triste fuego de artificio, una amarga decepción. La vida es puro naufragio. Ni siquiera eso: la vida es asistir al descubrimiento de que remamos «sobre un río de aguas traslúcidas, aguas que no ocultan nada, nada que adivinar, nada que inventar: todo a la vista, y ese todo es tan poca cosa» que «te juro que no es un río. O es un río encerrado». O es lo que todos terminamos por ser: ríos encerrados por la realidad y las desilusiones. Coincidiréis conmigo en que un río que no va a ninguna parte más que un río es un lago. Es estancamiento. Es fin. Ni siquiera eso: es la tortura de los puntos suspensivos en lugar del privilegio del punto final.
«Cuelgo el vestido, lo dejo chorrear: que se seque, que me muestre la blancura que supo tener: mostrame tu blancura, le digo, mientras mis brazos lo cuelgan y él chorrea, solito, su pena amarillenta de foto antigua. Dale, le digo, relucí tu promesa nívea, tu futuro. Y él no me dice nada, apenas cuelga, del barral, y me chorrea su llanto de agua, que ahora gotea, monótono, sobre las baldosas, mientras voy a buscar un pincel».
Las vidas de las historias que componen este libro son como el vestido de novia de Elena. Son llanto de agua, promesas frustradas que ya no tienen nada que ofrecer. «Que pasen los vecinos de este pueblo atorado y que me pregunten qué vendo. Les diré que vendo nuestra historia fallida», se envalentona de pronto Elena. También Mariana Travacio me vende historias fallidas, solo que sus historias no fallan sino que me atrapan, me hipnotizan. Son como calima pegajosa que se torna diáfana y transparente.
Elena va a buscar un pincel. Irresponsable sería por mi parte decir que va a pintar su vida de colores. El pincel es una llave. Lo que Elena busca es una vía de escape. Una salida de emergencia. Pero su huida hacia adelante es en realidad una huida hacia atrás. Y es que Elena no sabe avanzar. No sabe sola. Porque, si lo pensamos bien, ¿hacia dónde vamos cuando avanzamos? Avanzar implica lidiar con la realidad, que es intrínsecamente imperfecta y por tanto reacia a amoldarse a la idea de perfección que atesoran las mujeres de Mariana Travacio, a encajar en esa «ilusión de que no existe abismo: de que no existe la distancia que los separa del otro. A algunos les pasa. Y eso alienta». Alienta «seguir buscando, tener fe, querer más, [...], sostener la ilusión, creer que se tienen seres enteros al otro lado del mantel, seres que no están dañados, que pueden dar algo, que pueden mirar». Alienta sentir que no se está en «la periferia de la colmena» porque lo contrario es estar «bajo la tormenta [...], mojándose, sin amparo». Alienta esa felicidad ilusoria que es la calma que precede a esa tormenta pero que «solo registra la postal vacía: libre de insectos, libre de vientos, de inclemencias».
«Se le dio por la jardinería. Decía que eso que había ahí fuera no era un jardín, que eran puras plantas que crecían a su arbitrio, sin que nadie les viniera a decir cómo tenían que crecer: estas nacen como quieren y crecen como les place, unas sobre otras, enredándose, salvajes. Así me decía. Y que iba a domesticarlas, a convertirlas en adornos, en objetos estéticos».
The Garden of Adonis - Amoretta and time, pintado por John Dixon Batten. Fotografía de Sofi bajo licencia CC BY-NC 2.0.
La estética literaria de Mariana Travacio es hermosa porque retrata seres mustios ávidos de luz y agua. Sus cuentos no son un jardín artificial. Son solares yermos con brotes secos. Me paro a contemplarlos con cuidado y mimo para no deteriorarlos aún más, pero no puedo evitar sentirme una falsa y pensar que mi conducta bienintencionada solo guarda buenas intenciones para mí. Pienso también en Amancia, la vecina de Elena siempre al acecho e inmiscuyéndose; ella también simula buena disposición. Pienso en «esa falsa amabilidad de los que empiezan por ofrecer ayuda solo para después arrogarse el derecho a indagar, hasta cerciorarse de que las desdichas se orientan exclusivamente a la patria de los desdichados y que ellos viven en otra parte, muy lejos, a resguardo de todos los horrores, al amparo de alguna deidad que los socorre infalible y los salva de esa negrura solo destinada a los pobres desgraciados que no supieron prender una vela a tiempo, ni rezar, ni salvarse, como si la desdicha fuera un azar destinado siempre al otro». Destinado, pues, a Elena. Destinado a Blanca Nieves, que se casó sin mirar o más bien cubriendo con un velo lo mirado, como si ese velo, más que simbolizar la virginidad de la novia, tuviera por misión ocultar la falta de pureza del novio. Que, después —continúo hablando de Blanca Nieves— «elige no pensar». Que, tal vez por todo ello, cuando un perfecto ramo de flores sale a su encuentro no le escama lo artificial de esa perfección sino que se abraza a ella como quien se agarra a un clavo ardiente, como quien se sube con desesperación al último tren. No, yo no soy Elena, pienso. No soy Blanca Nieves. Pero qué sé yo de la vida de nadie. Qué sé yo qué de mí de estar en la piel y en el lugar de otros. Me engaño. Pienso que no pertenezco a esta tierra yerma. Que estoy aquí de turismo. Soy, sin embargo, una habitante más de esta tierra de desheredados. Puede que haya escapado de ser Elena y de ser Blanca Nieves. Pero nadie puede escapar a la enfermedad, al accidente, al deterioro y derrumbe de la vejez y la muerte. Terminamos siendo como la basura a la que nadie quiere, a la que hay que sacar, quitar de la vista, tirar. Así termina la sobrina de la prima de Blanca Nieves. Apartada. Aislada en un lugar en el que el único indicio de habitabilidad es la basura que los vecinos sacan a la calle dos días por semana. Le pide a Adela, la mujer encargada de cuidarla, esa heredera de un «linaje de resignaciones», que la ayude a abrir las bolsas para comprobar que realmente no son las únicas habitantes de ese lugar. Adela se niega. Su negativa casi roza la indignación, el escándalo. Es como si le estuvieran pidiendo un sacrilegio. Como si husmear en la basura de otros fuese un ultraje. Cierto es que probablemente no haya nada más íntimo ni más definitorio de nosotros mismos que nuestros deshechos. Lo digo yo, que he husmeado encantada y sin pudor alguno en la intimidad y los despojos de las mujeres de Mariana Travacio.
Así termina también la propia Blanca Nieves. Así termina su prima, desconociéndose. Así teme terminar la hija de esa prima que, mientras intenta sobrevivir a una forzada convivencia con su madre, descubre los primeros síntomas de su propio derrumbe. Así tememos terminar todos, sin que se nos conceda el deseo de una caída rápida y una demolición total, habitantes de un desierto que es un lugar ideal para morir pero en el que nunca se termina de morir del todo. La vida, tantas veces frágil, en otras muchas ocasiones es tenaz. Es implacable garrapata. Se engancha y no nos suelta. Nos chupa y nos diseca. No atiende a ruegos ni tiene piedad. Es vil estrategia de supervivencia que mantiene a flote cuerpos que ya no dan más que lástima ni reciben más que conmiseración y desidia. Es como la mosca que enloquece con su obstinación a la sobrina de la prima de Blanca Nieves. Tenaz. Molesta. Inoportuna. Difícil de eliminar como difícil será para mí olvidar este mi primer encuentro con Mariana Travacio.
«Pero, que sepas que no tenías razón: no basta con un poco de veneno: tardan en morir. Aunque les tires mucho, se demoran. Como yo, que me andan envenenando y resisto. Hay días que me acuerdo de vos, de mamá, de Octavio: supongo que podríamos derrumbarnos rápido, sin titubeos, una estructura que colapsa y cae, en pedazos inconexos, desentendidos de la lógica que los aglutinaba, resbalándose, unos sobre otros, hasta formar una montaña de restos enloquecidos, pura evidencia de la ruptura, del desplome, del todo vuelto partes. Podríamos derrumbarnos así; un derrumbe clásico, rápido y efectivo: un auténtico disparo. Pero no. Nos despedazamos por etapas, lentamente, en aleteos moribundos, hasta convertirnos en las piezas sueltas de un juguete irreparable».
Flood, fotografía de Kick Stock bajo licencia CC BY 2.0
Ficha del libro:Título: Me verás caerAutora: Mariana TravacioEditorial: las afuerasAño de publicación: 2023Nº de páginas: 160ISBN: 978-84-126426-1-2
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