Revista Arte

Mediáticos en la intimidad

Por Peterpank @castguer

Mediáticos en la intimidad

La dirección feroz ha adquirido una cámara Seenging Bipoleishen Denporcul, capaz de introducir su objetivo en los rincones más escondidos del planeta. Así hemos penetrado en el despacho papal, mientras el pontífice redactaba su próxima encíclica ¡Totus corruptus, leche! En el cuarto de baño de Sa Mayesté le Guá –¡qué feo se pone apretando, Dios Santo! Y en la residencia de doña Dolores de Cospedal y Cospedal, que contaba billetes y los iba metiendo en calcetines de lana.

Pero nuestra atención se ha centrado preferentemente en los admirados escritores mediáticos bestsellerados cuya vida íntima nos seduce tanto como sus geniales obras. Muchos tipos retorcidos y envidiosos afirman que son una partida de capullemans, que no dicen más que chorradas. Nosotros disentimos de esta generalizada opinión.

Y bien, así ha sido como hemos penetrado en el Parnaso particular de unos cuantos de ellos y sorprendido momentos culminantes de sus vidas. Momentos, se puede decir, característicos de su personalidad y definitorios de su obra, llamada a ser imperecedera.

A Juan Manuel de Pradas lo sorprendimos genuflexo en un reclinatorio de su capilla particular, entonando el “Oh, Señor, yo no soy digno”.

A Almudena Grandes, contemplando extasiada un polla acojonante que emergía por un agujero de la pared.

A José María Pozuelo Yvancos, en su cuarto de trabajo escribiendo una crítica. Sobre la mesa, un tarro de miel y un pebetero con incienso.

A Antonio Muñoz Molina, en el momento de apearse de la cama con sus habituales calzas de muselina morena que le llegan hasta debajo de las rodillas. Desde la puerta de la estancia, su casta esposa doña Lindo le gritaba en ese momento: ¡Calzonazos!

A Maruja Torres la sorprendimos tumbada en una chaise longue, repasando un álbum con fotos de su época de guerrillera con Pancho Villa.

José Belmonte y uno de sus hijos jugaban con un batallón de soldaditos de plomo, todos los cuales tenían la efigie de Pérez Reverte.

Y a Pérez Reverte, intentado clavar una espada de madera en la almohada, mientras gritaba: “¡Atrás, atrás, y gritad viva España u os descojono!”

Francisco Rico, sentado en la cama meditabundo, tenía puesta una antigua vacía de barbero, que él decía que era el yelmo de Mambrino. En ese momento, su mujer entraba en el dormitorio y le decía. “¡Hijo, te pongas lo que te pongas eres más feo que el ventilador de Casa Pepe!”

Ruíz Zafón, de rodillas y con orejas de burro, repasaba la gramática de primero con su profesor particular.

Javier Marías, vestido de Blancanieves frente al espejo, preguntaba: “¡Espejito, espejito, ¿quién es el mejor novelista del reino?” Y el espejito respondía: ”Tu, desde luego, no, capullo.”

A Antonio Gala le estaban haciendo una entrevista en el momento en que alcanzó su intimidad nuestro objetor de conciencia. “¿Dónde nació usted, don Antuan?” “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme.”

También frente a un espejo, Luis Mateo Díez, tras aplastarse el pelo con un enorme peine de cobre comprado en los chinos, se lo fijaba con una plancha eléctrica.

Y un tercer espejo, aquel frente al cual Lucía Etchverría se probaba un sujetador. Al quitárselo, la prenda íntima cayó sobre una alfombra verde. Parecía dos tiendas de campaña.

Espido Freire regaba con mimo las gardenias de su terraza, mientras cantaba “Yo soy la otra, la otra, / y a nada tengo derecho, / porque no tengo un anillo / con una fecha pot dentro…

Elvira Lindo se estaba subiendo en un taxi y diciéndole al taxista: “A la cafetería El almendro florido, donde para lo mejorcito del barrio de Salamanca.

Álvaro Pombo, sentado en un sillón tan raído como su vestimenta, se contaba chistes a sí mismo. Reía y se autofelicitaba con golpes en la espalda, sobre todo cuando se contaba uno que no sabía.

Rosa Montero tenía ante sí, en una mesa, sus trebejos de escritora y, en ese momento, se echaba a llorar gritando: “¡No se me ocurre nada!”

Soledad Puértolas estaba al teléfono. Se pudo oír, al otro lado de la línea, la voz de Víctor García de la Concha: “Sole, maja, que te hemos hecho académica”. Soledad no dijo nada. Colgó el teléfono y suspiró: “¡Ay que pena más grande!”

Juan Luis Cebrián, al tiempo que le palpaba el trasero a una de sus secretarias, le decía: “Echo de menos el franquismo, Trini, cuando se podía hacer cualquier guarrada sin dar explicaciones.”

Rosa Regás, a la mesa, engullía toda clase de mariscos a dos Carrillos de Albornoz. En torno a los hocicos, restos de mayonesa y ketchup formaban una especie de bozal. Su hermana Nuria Yolanda , más comedida en el yantar, le comentó: “¡Qué bien te lo pasas trasegando cava del Panadés y masticando frutos de la mar salada!” “No creas, respondió la gran escritora con la boca llena, que no dejo de pensar en las víctimas del chapapote”.

Javier Cercas escribía una carta llena de elogios. ¡Dirigida a sí mismo!

Juan Cruz dormitaba ante su mesa de trabajo. En aquel momento sonó el megáfono: “Juan, llégate al bar de la esquina, a por una pizza y dos latas cerveza.”

La Fiera Literaria


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