Revista Cultura y Ocio

Meditaciones del Quijote, José Ortega y Gasset

Publicado el 20 octubre 2009 por Unlibroabierto

Aparecían en el año 1914, de la mano del filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955), estas breves pero intensas Meditaciones del Quijote, libro destinado como pocos a marcar un antes y un después en la historia del pensamiento español. El ensayo formaba parte en realidad de un proyecto mayor que Ortega no llegaría a concluir, una serie de diez meditaciones o “salvaciones” sobre temas diversos, desde Pío Baroja a Goethe y desde la danza a los toros, cuyo fin último sería reflexionar sobre las circunstancias españolas. Algunos de esos temas serían abordados por Ortega, más o menos directamente, en textos posteriores, pero nunca llegarían a constituir la unidad que el autor pretendía originalmente. En cualquier caso, estas pocas meditaciones que nos ocupan, suficientemente meritorias por sí solas, constituyen el primer libro de Ortega y Gasset, quien con aproximadamente treinta años se había consolidado ya como uno de los intelectuales más prometedores del país, autor de celebrados artículos y catedrático de metafísica en la Universidad Central, donde desde 1910 sustituía al difunto Nicolás Salmerón.

Curiosamente, y a pesar del prestigio que Ortega había alcanzado ya por aquel entonces en su labor filosófica, lo cierto es que las Meditaciones del Quijote pasaron prácticamente desapercibidas entre el público lector durante mucho tiempo. La razón de ello es sencilla: en un escenario donde el tratado filosófico brillaba por su ausencia, Ortega había decidido utilizar para este su primer libro un estilo más literario que teórico, para abordar así sus grandes planteamientos de un modo tangencial. Sin embargo, ante un texto aparentemente más poético que filosófico, el público español no ofreció mucha atención, y lo leyó poco y mal. Cuando años más tarde Ortega se consolidó firmemente como uno de los grandes filósofos del siglo y como un escritor sutil y penetrante, con títulos como España invertebrada (1921) o La Rebelión de las masas (1929) en su haber, estas Meditaciones del Quijote fueron contempladas ahora con cierta condescendencia, como un primer intento literario del autor que carecía aún de la madurez filosófica alcanzada en sus obras cumbres.

Así, pues, las meditaciones quijotescas serían ignoradas y arrinconadas durante décadas, por mucho que el mismo Ortega hubiera llamado la atención sobre ellas en alguna que otra ocasión. Este sería su destino hasta las postrimerías de los cincuenta, en el año 1957, cuando Julián Marías, alumno privilegiado de Ortega y Gasset y uno de sus más lúcidos lectores, decidió reeditar el libro con un extenso comentario donde demostraba que Meditaciones del Quijote no solamente era un texto de gran coherencia y densidad filosófica, sino que además anticipaba con maestría algunas de las principales ideas que Ortega desarrollaría más tarde. La minuciosa exégesis de Marías, analizando el texto prácticamente línea por línea, puso estas meditaciones en el punto de mira filosófico, convirtiéndolas en uno de los textos más leídos y discutidos de Ortega y Gasset, lo cual no resulta extraño si pensamos que su carácter inconcluso, así como la eterna promesa incumplida de una continuación, brindan sin duda alguna un extenso y rico abanico de posibilidades interpretativas.

La figura de don Quijote interesa particularmente a Ortega por cuanto en él hallamos representado, según nos avisa en la meditación preliminar, el destino de la nación española. De hecho, el personaje del Quijote, que Ortega pretendía estudiar más detalladamente en algunas de las meditaciones inconclusas, ocupa en estas un plano muy secundario, y en cualquier caso, cuando es abordado el tema cervantino, no es un interés erudito o filológico el que mueve a Ortega (como él mismo nos advierte), sino un interés vivo, actual: no se trata de acudir a nuestro pasado, a este lugar común de la raza hispana que es el Quijote, para levantarlo en un altar, sino para clarificar, a través suyo, nuestro presente, comprendiendo que el destino que cuelga sobre el protagonista del libro es un destino que compartimos.

Este es, en efecto, el proyecto al que Ortega aspiraba en el conjunto inacabado de las meditaciones, tal como se nos presenta en el prólogo, que empieza con un amigable: “Lector…”. Esta nota al lector no es para nada gratuita: Ortega no pretende exponer simplemente una doctrina, una relación sistemática de su pensamiento, sino que quiere establecer un diálogo cordial sobre un problema central en su época (y aún en la nuestra) que le preocupaba vivamente: el problema de definir la nación española, formular su destino común. Y es por ello que Ortega prefiere un estilo ameno, literario, donde su filosofía puede realizarse plenamente en tanto deviene una filosofía viva, cabalgante.

En la Meditación preliminar, donde una prosa elegante y admirable nos deja entrever numerosas y fecundas ideas filosóficas, Ortega nos hará partícipes de la manera en que pretende abordar y reflexionar el tema de nuestras circunstancias comunes. En otras palabras, si el prólogo al lector nos daba el proyecto, ahora la meditación preliminar nos da el método. En ella encontraremos una primera formulación de esta célebre frase donde se ha cifrado a menudo el pensamiento orteguiano: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo», así como un esbozo del perspectivismo y de su teoría del “amor intelectual”. No nos interesa aquí entrar en un análisis profundo de la filosofía de Ortega, pero para aclarar un poco sus principios más básicos, baste considerar que para dicho filósofo el mundo se nos aparece como un entramado de cosas, de tal modo que cada una de ellas queda definida por aquellas que la rodean, limitándola. Del mismo modo, en tanto personas, nosotros mismos estamos definidos por todo aquello que nos circunda, nuestra circum-stantia, tanto a un nivel físico como meta-físico. Ello le permitirá afirmar a Ortega que yo soy yo y mi circunstancia, es decir, que para alcanzar la plenitud del “yo” no es suficiente el mero soporte de la subjetividad, sino que es necesario que estemos dados al mundo, rodeados de cosas, del mismo modo que ellas me necesitan a mí para ser y existen únicamente en cuanto que posibilidades referidas a mí. Las cosas nos son dadas a nuestro alrededor, y debemos usarlas para alcanzar nuestro destino y realizarnos. Dicho de otra forma, hay que aprovechar nuestra circunstancia. Por lo que se refiere a la teoría del amor, es suficiente con decir que el conocimiento del mundo no se alcanza según Ortega con la mera y fría erudición, la aprehensión teórica, que es de por sí inútil, sino que es preciso sumergirse en él y comprenderlo amándolo. El proceso es sencillo: yo amo algo que conozco, pero este algo está conectado a otras cosas, que a su vez están ligadas a otras cosas, y en tanto que yo amo la primera, amo a través suyo las que se siguen de ella. Esta es, según Ortega, la auténtica razón del conocimiento, y la tarea por tanto de todo filósofo.

La Meditación primera, que es de hecho la última y que lleva como subtítulo “Breve tratado de la novela”, constituye una sucinta incursión en el campo de la poética, donde Ortega muestra cómo la novela surge de la tensión entre el ideal trágico-poético y el realismo propio de la comedia. Aun aquí, el Quijote no ocupa sino un plano muy secundario, si bien es verdad que le sirve a Ortega para ejemplificar sus ideas: en el Quijote, lo heroico, lo épico e ideal, tal como lo encontrábamos en la literatura clásica o en las novelas de caballerías, deviene tragicómico cuando se nos muestra en un marco más amplio, situado en medio de un escenario “realista”, a semejanza de las figuras de don Gaiferos o Melisendra en aquel retablo de Maese Pedro que don Quijote contemplara con excesiva pasión.

¿Qué sentido tiene todo este pasaje, esta meditación, con lo dicho anteriormente? Lo cierto es que bastante más de lo que a primera vista deja entrever. Hablar de géneros no es para Ortega otra cosa que hablar de la posición que el hombre toma frente al mundo. Para el griego, por ejemplo, el héroe épico expresa un pasado ideal, ex tempora, donde los hombres eran prácticamente semejables a los dioses, por lo que lo épico tenía un sentido casi onto-teológico. Su labor no era elaborar historias, sino reelaborarlas, contarlas. No era este el caso del comediógrafo, cuya labor consistía en hacer entrar la realidad en los teatros, caricaturizarla para hacerla siempre más acusada. Cada género literario, avisa Ortega, expresa la sensibilidad de un tiempo, su manera de situarse en el mundo, y es insignia por tanto del destino de cada época.

Desconozco el motivo de que Ortega no llegara a concluir las meditaciones restantes. Supongo que demasiadas ideas, demasiados espejismos de sentido brotaban de su cabeza privilegiada, demasiados proyectos cruzaban su vida. Es verdad, como ya he dicho antes, que algunas de estas meditaciones verían la luz en prensa, o bien sus temas serían abordados, con mayor o menor detalle, en textos posteriores, pero es también verdad que ninguno de ellos vendría a esclarecer el sentido de este que nos ocupa. Su significado último tiene como cierto reducto de sombra que nunca se deja aprehender del todo. Pero seamos justos: no es falta de sentido, lo que hay que reprocharle, ni de plenitud, sino en todo caso una guía que los articule y nos muestre cuál es el propósito último del autor. Ante la ausencia de un faro, no tenemos más remedio que tomar las innumerables ideas que el texto nos inspira y buscar nosotros mismos algún equilibrio en su desorden. Y a medida que vamos penetrando en ese manantial de luz, en ese bosque de sentido, utilizando la metáfora de Ortega, vamos convenciéndonos de que quizá sea mejor de esta forma, de que en su inconclusión radica tal vez su plenitud, descubriéndolo así como un texto vivo y en constante movimiento, que nos insta a movernos con él y a construir juntos su sentido.

Filosofía o poesía, la verdad es que resulta difícil determinar en este caso con precisión dónde se encuentra la delgada línea que las separa, si es que realmente la hay. Por otro lado, el perspicaz comentario de Julián Marías todavía hace más difícil tal tarea. Supongo que la mejor solución, la única de hecho que cuenta ante la auténtica literatura, es dejarnos arrastrar por lo cristalino de su prosa, armados como don Quijote, hacia nuevos sueños de belleza.



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