El dios errante se pierde entre las sombras de la ciudad soñada. Se confunde con los transeúntes, camina con una copa vacía junto a los últimos borrachos solitarios. Y el cielo va cambiando su color desvaído hasta alcanzar una tonalidad rojiza que deslumbra. En algunas metrópolis la violencia se anuncia al amanecer.
Dionisio baja las escaleras del metro, donde vomita un adolescente. Los andenes, iluminadas por luces blancas, le deprimen. No entiende qué significa ser hombre. De nuevo en la calle se pasea como un turista despistado. Observa la mercancía que le ofrecen los escaparates: toritos y flamencas, hamburguesas de Mac Donald, viajes low cost. Ya esta al borde de los abismos humanos, pero no se da cuenta, todavía es un dios.
Huir del Olimpo para convertirse en mortal es una hazaña. El dios de los excesos se adentra en el laberinto sin el hilo de su amada Ariadna. Ni siquiera echa de menos las borracheras de antaño, ni a los sátiros, ni a las ninfas danzantes. Rehuye la compañía de sus fieles sacerdotisas, ya no le entienden. Añora, sí, las charlas bajo el emparrado con los amigos Centauros, a los que admira por su condición de híbridos y porque saben leer el futuro. El futuro, que ya percibe como algo incierto.
Le imagino viajando en un vagón de metro, con chaqueta y sombrero sobre su piel de estatua. Y por la noche, sentado en un banco del Jardín Botánico, a la espera de que llegue el sueño. ¿Qué soñaran los dioses?
“Tienen un sueño dulceY envejecen despacio (o no envejecen)bajo palios teñidos de escarlataentre nubes de guantes amarillos”Eduardo Haro Ibars. El ocaso de los dioses. Obra poética
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Ausencias