En los momentos de locura sus excentricidades resultaban, en lo personal molestas, pero intrascendentes, mostrando al rey en sus actitudes menos dignas; pero también suponían muchas veces que sus incongruentes actos alteraran la marcha del reino. Así ocurrió cuando después del fallecimiento de su hijo Luis, tras brevísimo reinado como Luis I, asumió de nuevo el gobierno de mala gana y, en uno de sus arrebatos, puede que para demostrar su escasa inclinación a reinar por segunda vez, decidió convertirse en difunto. En la cama, inmóvil, sin moverse ni hablar con nadie, allí permanecía como si no fuese.
La segunda entronización de Felipe V, tras la muerte de Luis, estuvo sujeto a los intereses de quienes le rodeaban: unos a favor, la reina Isabel Farnesio a la cabeza, a la que naturalmente interesaba mucho, habida cuenta la ascendencia que tenía sobre el rey; otros en contra, y entre ellos grupos de nobles partidarios de Fernando, el príncipe de Asturias, y el confesor del rey, el padre Bermúdez que, para fortalecer su postura, que era la misma que la del rey, convocó un grupo de teólogos para que le dieran la razón. Y se la dieron, pero en parte: únicamente como regente de su hijo Fernando sería posible. Aquello no gustó mucho a Felipe al que se le oyó decir: “Ni como regente ni como rey ni como nada”. Que Luis hubiera reinado tras la abdicación de su padre suponía para muchos que, a la muerte de aquél, éste debiera recuperar el trono, máxime cuando Fernando, el príncipe de Asturias, no había aceptado, ni estaba en condiciones, por su edad, de aceptarlo. Naturalmente la reina Isabel Farnesio era de esta opinión. Intrigante, interesada y despótica con su marido, pero también con su hijastro Fernando, no iba a permanecer inmóvil en este asunto, y tampoco estaba dispuesta a ser ignorada, como pretendían algunos opositores. Que Felipe no reinara de nuevo perjudicaba sus intereses y los de sus hijos, y para conseguir su propósito también recurrió a la Iglesia, pero llamando a puertas más importantes que la del padre Bermúdez. Isabel Farnesio pide opinión al nuncio papal. Finalmente, en contra de los deseos del rey, prevaleció que éste debía asumir de nuevo la corona. El 7 de septiembre de 1724, Felipe V da inicio a su segundo reinado, y anuncia, quizás como desahogo, lo único que se le deja decir, que no hacer, pues de esto ya se encargaría la reina de impedirlo: la posibilidad de abdicar en su hijo Fernando cuando alcanzase la edad precisa. Los altibajos en la salud del rey Felipe eran constantes. Uno de los momentos de aparente lucidez, que los tuvo y muchos, en los que elucubró grandes propósitos ocurrió a finales de 1728, cuando al enterarse de que su sobrino Luis, rey de Francia, había contraído unas viruelas su mente no concibió otra idea que la de iniciar acciones para reclamar el trono de Francia, si llegado el caso, Luis XV moría de su enfermedad(1). El pasmo y el asombro sacudieron las Cortes francesa y española con la pretensión de Felipe, que no daban crédito a la iniciativa, que finalmente, con la curación de Luis, quedó en agua de borrajas Su estado mental, la obesidad y los disgustos por los reveses que los ejércitos españoles cosechaban en las guerras exteriores parece ser que fueron causa de su progresivo empeoramiento. Como le sucedería a su hijo, la melancolía y, final y súbitamente, un ataque de apoplejía se llevó a Felipe V de este mundo. Fue el 9 de julio de 1746. Una contrariedad para la reina, ahora viuda, que perdida su influencia, hubo de esperar trece años para ver colmados sus deseos.
Fernando VI
Al morir Felipe V heredaba la corona su hijo Fernando, un rey pacífico y enamorado de su esposa, la portuguesa Bárbara de Braganza. El fallecimiento de ésta causó una gran depresión en el rey que, como le sucedió a su padre, tampoco logró librarse de una grave enajenación mental. Nada más quedarse viudo comenzó a presentar síntomas de demencia. Ni los trinos de Farinelli, que tan bien habían aliviado a su padre tiempo atrás, lograban devolverlo a la realidad. Cierto día, cuenta el infante don Luis, hijo de Isabel Farnesio, que le acompañaba, dijo sentirse aquejado de la rabia. Con ese convencimiento el rey pretendía morder a todo aquel que se acercase a él. Uno de los que estuvo a punto de recibir la dentellada real fue uno de sus médicos, que vio cómo el rey se apoderaba de una de las mangas de su traje durante el lance.
Y cuando no trataba de agredir a los demás era hacia sí mismo contra quien dirigía sus manías destructivas. Varias veces intento suicidarse con sus propias camisas; en otra ocasión pidió veneno para poner fin a su vida e incluso cierta vez exigió al capitán de la guardia su arma para lo mismo, a lo que éste se negó advirtiéndole al rey que las armas de la guardia estaban a su servicio para protegerlo y no para ir contra él. La demencia condujo al rey a todo tipo de conductas desordenadas, descuidó su alimentación, negándose a comer y así pronto se vio reducido a piel y huesos. Su séquito atendía sus necesidades, cuidaba de él, rezaba por él. Y rezando por el rey estaba el marqués de Villadarias, cuando el monarca lo llamó a su lado. Al decirle los sirvientes que el marqués oraba por su recuperación se le oyó balbucir: “Sí, sí, por mi salud; estará pidiendo por el feliz viaje de mi hermano Carlos”. Y así transcurría el tiempo, con el progresivo deterioro del cuerpo del rey paralelo al del desgobierno del reino. En los últimos tiempos la debilidad física de Fernando hacía necesarias especiales precauciones para el cuidado de su salud. Una noche de verano, el doctor Purcell, al que correspondía en ese momento el cuidado del rey, recomendó al monarca la mejor forma de cubrirse para evitar sudores y resfriados peligrosos para su salud. El rey enrabietado, puesto boca abajo en la cama, se fingió cadáver y, al cabo de un rato, levantándose, se cubrió con una sábana y convertido en fantasma comenzó a perseguir y golpear al personal de palacio que acudía en su ayuda. En los primeros días del mes de agosto de 1759 Fernando VI perdió el habla, ya no se entendería nada de lo que de su boca salía, sólo sonidos que acabaron cesando también. Como diría el ministro Wall el día 9 de aquel mes: “Se haya el rey nuestro señor hecho un tronco, sin dar más señales de vida que un fuerte ronquido, que es efecto preciso del accidente apopléjico que ha poseído a S.M.”. Al día siguiente, el 10 de agosto de 1759, Fernando VI entregaba su alma a Dios. Su hermanastro Carlos, sería el nuevo rey de España. Se cumplía así el sueño de su madre.
(1) En realidad, probablemente, debió ser sarampión la enfermedad padecida por Luis cuando tenía 18 años. Tanto el sarampión como la viruela inmunizan para toda la vida y Luis falleció de está última enfermedad en 1774. El mismo rey, durante la enfermedad que le llevó a la tumba, dudó al principio de que fueran viruelas cuando dijo: “Si no hubiese tenido viruelas a los dieciocho años, pensaría que ahora se trata de eso”, aunque más tarde cuando se miró las pústulas en las manos exclamó: “Es viruela, en ese caso es sorprendente”, refiriéndose a su extrañeza de que se repitiera la enfermedad sufrida en su juventud.