La sencillez formal de esta pequeña gran película de Akira Kurosawa multiplica exponencialmente el doble efecto emocional de sus cargas de profundidad. Por una parte, su enorme capacidad para traer al presente del rodaje, y del espectador de hoy, a través de alusiones veladas, sugerencias o esbozos de recuerdos, el escalofrío del horror sugerido, implícito, sobreentendido, que permanece revivido cada día, incrustado de manera tácita y sombría en el devenir cotidiano, en los rostros, los nombres y los lugares, esa sensación latente e infinita compartida por toda una sociedad resurgida de sus cenizas pero eternamente traumatizada. Por otra, como producto de esa perenne presencia colectiva, aderezada por las leyes del paso del tiempo y la aceptación resignada pero consciente del pasado, la todavía más poderosa semilla de la comprensión, el perdón y la reconciliación, la asunción de que los errores acumulados en ese pasado jamás deben recuperarse como alternativas válidas de futuro, y lo más importante, la deuda contraída con quienes sufrieron ese horror y el compromiso irrenunciable de que nunca se repita como justo e imprescindible tributo a su memoria. Una premisa en apariencia insignificante, de carácter familiar, permite a Kurosawa ofrecer una reflexión profunda y sentida sobre la pervivencia entre los japoneses veteranos de los fantasmas del holocausto nuclear, y de la necesidad de que los jóvenes asimilen y hagan propios esos fantasmas como antídoto para evitar los condicionantes que antaño pudieron conducir a un desenlace de proporciones tan catrastróficas, cuyas consecuencias se han pagado durante décadas y cuyos temores se mantienen vivos y palpables.
Kane (Sachiko Murase), una anciana de Nagasaki, cuida de sus cuatro nietos mientras sus respectivos padres se encuentran de viaje en Hawai, donde un pariente (hermano de Kane y, por tanto, tío de los padres de los niños), un issei (emigrante japonés nacido en Japón y establecido en el extranjero; sus hijos son los nisei, los hijos de estos son los sansei, los de estos los yonsei…) que se instaló allí antes de la Segunda Guerra Mundial, agoniza en el hospital. Kane, que tantos hermanos llegó a tener que hasta pierde la cuenta y hay que escribirle los nombres de todos en una pizarra para que logre acordarse de ellos, apenas ha sabido nada de él desde que se marchó, ni siquiera lo reconocería tras tantos años, y vive su agonía con indiferencia, lejana, remota, desinteresada. Sin embargo, las circunstancias de su salida de Japón y su vida en Estados Unidos durante la guerra, máxime habiéndose instalado en Hawai, archipiélago donde empezó la campaña del Pacífico y donde se fraguó también su final, despiertan el interés de los niños, que se preguntan cómo su tío abuelo pudo vivir tan tranquilo, sin intentar regresar a su patria para luchar, entre los enemigos de su país, que llegaron a cometer actos tan criminales como arrojar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Los jóvenes descubren así un renovado interés por lo acontecido en su ciudad décadas atrás, bajo la actual capa de modernidad, tráfico y ruido que la recubren, y empiezan a visitar los lugares clave relacionados con el estallido de la bomba atómica. Se aproxima el 9 de agosto y la conmemoración pública del homenaje a las víctimas, y eso les hace vivir más a flor de piel el recuerdo de esos hechos recuperados, en particular la muerte de su propio abuelo, el marido de la anciana, acaecida en una escuela que se vio particularmente afectada por la explosión y la radiación, y que conserva un monumento construido a base de hierros retorcidos como memorial. Este redescubrimiento va acompañado de las historias que les relata la abuela sobre la bomba y cómo arrasó la ciudad y cambió la vida de sus habitantes y, por supuesto, de la familia, y también del cruce de cartas con sus padres en Hawai, que apremian con tanta insistencia a que la anciana vaya a visitar a su hermano antes de que muera que esta cede por fin y se compromete a hacerlo después del homenaje a los muertos de 1945. Sin embargo, su hermano fallece antes de que pueda viajar, y al regreso a Nagasaki, los padres de los chicos, al tener conocimiento de que estos han enviado a Hawai una carta haciendo mención a este homenaje, temen por las consecuencias que ello pueda tener en sus parientes americanos, en particular en Clark (Richard Gere), un nisei, que la reapertura de heridas del pasado por lo ocurrido entre los dos países pueda provocar disensiones y distanciamientos de nuevo en la familia. Sus temores parecen confirmarse cuando Clark anuncia su llegada a Nagasaki en los próximos días, aunque sus intenciones pronto se revelan distintas de las que ellos esperan.
De Hawai a Nagasaki, de donde empezó y terminó la guerra entre Japón y los Estados Unidos, Kurosawa tiende un puente de reconocimiento del dolor mutuo y, a través del recuerdo al sufrimiento compartido, al perdón, la comprensión, la identificación con el otro y la reconciliación, no solo entre ambos países y sus sociedades, sino entre las generaciones más antiguas y recientes de cada país. En su inspiradísimo relato humanista, Kurosawa retrata los prejuicios alimentados por el miedo (tanto en el origen del conflicto, en el odio y la propaganda desplegados por el régimen militarista japonés contra los norteamericanos, como en la reacción de la familia, primero de los niños desconocedores de la historia como de sus padres, cuando de la anunciada visita de Clark se trata) que nutren los enfrentamientos, para retratar después el desvelamiento de las historias humanas de sufrimiento y dolor que, para ambos bandos, subyacen tras la fanfarria, las invocaciones a la patria y a la gloria, a la épica y la heroicidad de la guerra, y apostar finalmente, con el propósito de enmienda que solo puede surgir del conocimiento riguroso y de la asunción auténtica de los valores de la paz, el respeto y el entendimiento mutuo, por el reencuentro, la empatía y el homenaje conjunto a quienes tanto pagaron a ambos lados de la trinchera, o del océano.
De este modo, el espectador acompaña, primero a los niños, en el descubrimiento de cómo el pasado ha afectado a su presente, y después a Clark, en su indagación y revelación de la parte japonesa de su familia, y de él mismo, con su auténtico yo que, como en todos los seres humanos, es múltiple, mixto. Los reticentes y recelosos parientes japoneses de Clark, al asistir a su reacción ante los horrores revividos de la guerra, su actitud cordial, respetuosa, a su simpatía y a su homenaje personal a sus víctimas, a su tío fallecido en la escuela y, en general, a los todos los damnificados japoneses en la guerra, ven nacer, igualmente y en justa correspondencia, un sentimiento equiparable hacia los estadounidenses, desplazando el rencor e incluso la admiración y la envidia del principio del metraje por su éxito económico, sus bienes materiales, su lugar en el mundo. En este punto, Kurosawa se distancia del cine contemporáneo de Hollywood, que por entonces, haciéndose eco de la óptica estadounidense, veía a Japón como un temible rival comercial y un formidable competidor tecnológico que había que neutralizar, al menos ante la opinión pública y el consumismo de los propios ciudadanos norteamericanos (Black Rain, Sol naciente, Jungla de cristal…).
La casa de la anciana, la ciudad, en particular la escuela y los lugares que son tributo a los sucesos de 1945, y la naturaleza (el bosque y el lago, con su salto de agua) son los tres espacios en los que Kurosawa sitúa la acción, y que encarnan las historias familiares, los hechos militares y el deseo de reflexión y redención, sin olvidar el temor inherente a que lo acontecido pueda volver a ocurrir en cualquier momento. El instante final, la anciana que, ya con su mente deteriorada se desorienta en una fenomental tormenta y confunde los truenos y relámpagos con el destello luminoso y la muda explosión que barrió Nagasaki en su juventud, corre alarmada con un paraguas inservible mientras la lluvia la empapa hacia un horizonte desconocido, huyendo de un pasado de sombras, con sus nietos intentando reternerla y hacerla entrar en razón, es la viva imagen, terrible y hermosa (a subrayar, la música que acompaña el momento), que nos advierte acerda del miedo que los traumas colectivos instalan en nosotros, y que solo aguarda las condiciones favorables para despertarse de nuevo y arrastrarnos.
La película hace así un eficaz y profundo análisis de lo que implica el concepto de memoria histórica, que, desde luego, no pasa por la política ni por hacer del pasado materia del debate ideológico o político del presente, sino por la investigación, el conocimiento y la revelación del pasado en toda su extensión, el reconocimiento del sufrimiento y del dolor colectivos, la proclamación de todos los errores, los excesos y los crímenes, la asunción traumática de los hechos, la condena, el rechazo y el firme propósito de evitar su repetición, así como de los modos y maneras que la favorecerían, y, en fin, el hecho de mirar al otro y de mirarse en el otro y reconocerse, a fin de desterrar el odio y los prejuicios que impiden cerrar heridas o utilizarlas de manera bastarda desde el oportunismo y la irresponsabilidad.