Revista Cultura y Ocio
Estos días finalizan los escasos actos de homenaje a la escritora catalana Maria Aurèlia de Capmany, fallecida hace -¡ya! 20 años. Los han preparado con pocos recursos y mayor desgana las instituciones públicas del país que tanto amó y que tan pronto olvida a la gente que merece la pena. El tiempo todo lo devora, es cierto, pero me parece especialmente injusto el modo en el que el recuerdo de esta mujer se ha desvanecido, sobre todo en los círculos de la izquierda oficial y oficiosa. Para que la conozcan un poco, les dejo aquí algunas pinceladas de mi memoria personal.
María Aurèlia Capmany fue una de las mejores novelistas y ensayistas en lengua catalana del siglo XX. Pero fue sobre todo una mujer excepcional: feminista, izquierdista, peleona frente a toda injusticia, con una idea del socialismo fuertemente enraizada en valores de liberación colectiva social y cultural. Desde los años sesenta participó activamente en cabeza del movimiento feminista barcelonés y de la reivindicación cultural catalana frente al fascismo castellanizador franquista. Tengo entendido que ella fue la primera en definir el concepto "Països Catalans", como expresión de una realidad cual es la unidad cultural entre las tierras de lengua catalana, y ciertamente sin el matiz político que inventaron luego los pancatalanistas.
En los años setenta se incorporó de lleno allos fundadores proceso fundacional del Partit Socialista de Catalunya (Congrés), partido que organizó el primer mitin público después de la muerte de Franco en junio de 1976, en un Palau d'Esports de Barcelona lleno a reventar; fue aquél mitin en el que Joan Reventós gritó que allí se estaba "sudando socialismo". En el PSC (C) confluyó mucha gente de la izquierda y la extrema izquierda catalana de entonces: Convergència Socialista de Catalunya (el grupo principal y más numeroso de todos los fundadores), un colectivo de veteranos militantes históricos del POUM, una escisión comorerista (nacionalista) del PSUC, el indefinible Partit Popular de Catalunya (nada que ver con los neo franquistas del PP, que ovbiamente entonces no existía), otro grupo de gente de ERC (en general poco recomendable, por aquello -ya entonces- de los "negocis"), diversos colectivos de cristianos de base y también de independentistas de izquierdas, y en fin, un nutrido grupo de intelectuales entre los que Maria Aurèlia ocupaba lugar de honor.
Algunos meses más tarde traté por primera vez a Maria Aurèlia durante uno de los muchos actos descentralizados del I Congrés de Cultura Catalana, celebrado éste en un barrio obrero de Barcelona y en el que hubo una asistencia mayoritaria de gente trabajadora y castellanoparlante. Fue una cosa realmente emocionante. La Capmany estuvo mitinera, le encantaba hablar a gritos ante auditorios populares. Treinta y muchos años más tarde la recuerdo con toda nitidez aquella noche, declamando a grito pelado aquellos versos terribles de Salvador Espriu dirigidos contra el general Franco: "¡A veces es necesario que un hombre muera por un país, pero nunca que un país entero muera por un solo hombre!"
Años más tarde María Aurèlia fue concejal barcelonesa por el PSC actual, el surgido tras la fusión del PSC (C) con la Federación Catalana del PSOE, primero de Cultura y luego de Ediciones y Publicaciones, En Cultura desplegó proyectos con inversiones "macro" para los que difícilmente se encontró financiación, como fue la rehabilitación y conversión del Palau de la Virreina en sede la concejalía, en plena Rambla (algún día les contaré la leyenda de la maldición de La Virreina y su impacto aparente en la propia Maria Aurèlia y el equipo que dirigía, una historia de verdadero realismo mágico latinoamericano). Cuando ella estaba al frente de Publicaciones trabajé un tiempo a sus órdenes, lo que me deparó algunas experiencias a veces curiosas y a veces aleccionadoras.
La imagen que conservo de María Aurèlia es la de una mujerona grande, exhuberante en sus gestos y de conversación torrencial, mandona y un punto ególatra, nada cuidadosa en el vestir ni en su aspecto general, siempre armada con un puro tremendo, que se prendía en los labios de un modo feroz e idéntico al actor Edward G. Robinson en sus inolvidables papeles de gánster hollywoodense. Cuando trabajé con ella estaba ya muy enferma y ya no fumaba habitualmente, pero aún así el humo seguía formando parte de su vida, sino recuerdo mal. En las escasas ocasiones en que hablamos a solas me llamaba "nen" (chico). Una vez me regaló uno de sus libros, usado pero bien conservado, que sacó de una estantería de su despacho en la que al parecer tenía algunos ejemplares para ojear y regalar a las visitas; estábamos hablando de algún asunto de trabajo que no recuerdo, cuando de repente se levantó de un salto del sillón, tomó el libro y me lo dio sin explicaciones ni ceremonias: "té, nen" (ten, chico). Así era ella. Le gustaba acogotar a los hombres, hacerles sentir su autoridad desplegando ante ellos un histrionismo teatral mediante el cual se transmutaba en una especie de todopoderosa matrona romana, en ocasiones un verdadero Júpiter tonante, pero de repente le salía toda la ternura y bondad que escondía tras esa fachada de dureza; en definitiva, su acidez y mala leche eran un escudo tras el que se protegía na mujer frágil y sensible.
En esos años finales de su vida Maria Aurèlia vivía en la Plaça del Rei, muy cerca de la Rambla, y a pocos pasos de la librería municipal, por donde se dejaba caer con alguna frecuencia. Una vez le dije que desde hacía unos días nos estaban robando libros, algo inédito en aquel local. Se encogió de hombros y me contestó con cierta picardía: "señal de que hay alguien a quien le interesan". Lo que no dejaba de ser una reflexión irónica sobre su propio papel como editora habida cuenta el férreo control que ejercía en la selección y publicación de títulos del catálogo municipal, que era el producto que vendíamos allí.
Algunas tardes en esas visitas por sorpresa a la librería apareció en compañía de Montserrat Roig, escritora catalana mucho más joven que ella y aquejada del mismo mal, un tumor cerebral, que finalmente murió unos meses antes que Maria Aurèlia. Personalmente nunca he sentido ningín interés por la Roig, entonces una escritora en la cresta de la ola; me pareció siempre una niña burguesa jugando a "roja", un personaje muy típico en la Barcelona de los años del tardofranquismo y los inicios de la transición. Entonces no entendí qué podía ver Maria Aurélia Capmany en ella, teniendo en cuenta sus caracteres tan distintos; hoy pienso que quizá Montserrat Roig era esa hija lista, guapa y pija que seguramente Maria Aurèlia hubiera querido tener.
Y en fin, su amor por los libros la llevaba a considerarlos como tesoros, que coleccionaba y cuidaba con mimo. Al parecer, tenía una biblioteca extraordinaria. Sabiendo cercano su final, sin embargo, un día me comentó en confidencia inopinada: "¿sabes? el día que yo me muera, por mí pueden abrir las ventanas de casa y tirarlos todos a la calle". Era una forma de decir que con la muerte, todo acaba.
Cuando murió y llevaron sus restos al Ayuntamiento, el personal de su departamento los recibimos en el patio interior del edificio noble, en la plaça Sant Jaume. El coche fúnebre llegó en medio de un gran silencio. Estábamos allí quizá dos docenas de personas de su concejalía, además del alcalde Maragall y algunos cargos más. Poca gente. Recuerdo aquél silencio espeso entre los muros grises del edificio gótico, en un día desabrido y como a propósito para un funeral. Luego vinieron los homenajes, las medallas y el olvido.
En la fotografía que ilustra el post, Maria Aurèlia Capmany en su escaño de concejal barcelonesa.