Revista Libros
I
Sueños y realidades, puedo jurarlo,
Forman la mágica esfera indivisible
Que me lleva hacia el olvido. Tan real
Veo mi sueño y tan soñado lo real,
Que ando a los tumbos, aferrado
Al crisol de mis vidas imaginarias,
Donde brillan irisadas luciérnagas,
Y al goce de muertes imaginarias
Que me permiten seguir adelante,
Ignorando la erosión de los días
Y la pesada losa de la historia.
Sigamos, me digo, con este asunto
De la vida, dejemos fluir los sueños
Hasta que llegue lo innombrable.
II
Nunca fui compañero de Ulises;
No lo vi tender su arco en el palacio
Ni vi caer a los pretendientes en Ítaca.
Estoy seguro de no haber estado allí,
Pero también yo quedé atrapado
En el tejido de la inalcanzable reina
Que lo amó. Puedo jurarlo. Tuve
Entre mis brazos a la esquiva tejedora,
Se agitó su talle contra el mío
En ardorosos ritmos, y me contemplé
En el verde antiguo de sus ojos.
Así quiso el azar que el astuto Ulises,
Ducho en ardides, cayera, también él,
En las sutiles redes del engaño.
III
Siglos después visité, puedo jurarlo,
El imperio muchas veces milenario,
Y vagué al pié de colosales dioses
Hasta llegar al palacio de la lasciva
Reina, mil veces fatigada por el amor
De ávidos escribas y esclavos, poetas
Y augures, sacerdotes y emperadores
Que desordenaban el lecho imperial;
Pronto me encontré enlazado
A los ardientes muslos de la reina,
Pero me negué a prolongar mi dicha
Y escapé hacia el Nilo y el desierto,
Por temor a la helada ira de César
O la furia flamígera de Antonio.
IV
Transportado por los vientos llegué
A los brazos de una ardiente morena
Que debajo de su túnica ocultaba
Los frutos más dulces del desierto.
Con ella seguimos los pasos erráticos
Del exaltado orador, harapiento,
Que cerca de nuestros ardidos muslos,
Fatigados por el amor, parloteaba
Sobre el fin inminente de los tiempos
Y prometía peces del mar de Galilea.
Entre prédicas y mieles pasaban
Gratamente mis días. Luego llegaron
Airados centuriones, y pudimos,
Por fin, gozar del grato silencio.
V
Un lúdico duende, endriago laborioso,
Me liberó de las pestañas del tiempo
Que se jactaban de dictarme la vida
Y me llevó, puedo jurarlo, a los campos
Ideales del Toboso. Allí pude conocer
A la principalísima y bella dama
Idolatrada por un flaco gentilhombre
Que agobiaba con su triste jumento
Los oníricos campos de España,
Y allí mantuvieron nuestros cuerpos
El antiguo, urgente y dulce diálogo
Que nos precipita en el cosmos.
Nos rodeaba un dorado resplandor.
Nos soñaba el insano gentilhombre.
VI
Las turbas se removían agitadas,
Blandían picas y banderas tricolores.
En esos turbios días, puedo jurarlo,
Me citó la desdichada austríaca.
Como Crusoe en su bendecida isla
Exploré sus montes y quebradas,
Recorrí sus más íntimos recovecos,
Besé cada centímetro de su piel
Consolé tiernamente sus temores.
Y pensé que tal efusión de dulzura
Disiparía la furia del universo,
Pero mi dicha murió en una canasta
Aquella triste mañana en que vi caer
La cabeza cercenada de la reina.
VII
No me fue nada fácil, puedo jurarlo,
Saborear los favores de la diva
Que en la penumbra de los cines
Grabó la doble M de su nombre
Sobre los tiernos corazones varoniles.
Su complicada agenda, poblada
De poderosos amantes, me impuso
El sobresalto de horas clandestinas
Más dulces que un dulce amanecer.
Saturada de barbitúricos, muerta
Apareció una mañana sobre el frío
Lecho, pero su alma rubia y sensual
No tuvo que ascender al paraíso:
Era ella quien creaba el paraíso.
VIII
Iluso y frágil vástago del universo,
Viajo hacia el vacío sin pasaje,
Girando con ciudades y planetas
Y luciérnagas y lirios y mesetas.
Estoy rodando en el vacío infinito,
Pero no cultivo inciertos paraísos
Ni escucho a los graves salvadores.
Lo único verdadero es el impulso
Que me lleva del caos hacia la nada;
Todo lo que realmente necesito
Para recorrer las mudas galaxias
Es mi antiguo equipaje imaginario,
La memoria de lo que nunca sucedió,
Y las dulces melodías del amor.
Daniel Pérez, marzo 2010