La primera vez que fui al Verdi aún vivía en Sant Andreu (Barcelona), y no conocía las calles de Gràcia que hoy ya son mías. Por eso, la primera vez que decidí ir a ese cine me aseguré (mirándolo en la guía de la ciudad que tenía mi padre) cómo llegar una vez que bajaba en el metro de Fontana. Pocas veces más hice ese recorrido. Años después y cambios de vivienda mediantes, cambié al recorrido desde Joanic; incluso, durante trece privilegiados años, lo tuve a seis minutos andando desde casa.
A medida que me especializaba en mis gustos cinematográficos, el Verdi (y también el Verdi Park) acabó convirtiéndose en prácticamente el único cine que frecuentaba (excepto cuando me apuntaba a una salida en grupo y, lógicamente, debía adaptarme a la película y al cine). Cuando vivía en Gràcia, no era raro que pasara por delante, de ida o de vuelta hacia otra parte, y me detuviera a echar un vistazo a la cartelera. Al principio escogía las películas previamente en función de los estrenos (tal o cual director, tal o cual título), a partir de los diarios o las noticias; pero luego me acostumbré a entrar para ver una película cualquiera de la cartelera, una que, por ejemplo, de tanto verla anunciada al pasar, me picara la curiosidad. Mi anécdota favorita, la que explico siempre que puedo aunque quienes me conocen están hartos de oírla, es cuando me olvidé que llevaba la compra y a la salida todos los colgelados se habían echado a perder. Con el tiempo, hubo semanas en que había visto todo lo que ponían en todas las salas. Fueron mis años dorados de cinefilia desatada...
El hábito de asistencia dio paso a las manías: en cada una de sus salas tenía que sentarme siempre por la misma zona o en la misma butaca (el Verdi entonces era de los últimos cines donde las entradas no eran numeradas): en la sala principal, tenía que ser una butaca que diera al pasillo de la izquierda, más o menos hacia la mitad; en las del Verdi Park, siempre en las que quedaban a la derecha del pasillo central, en la penúltima butaca de cualquier fila hacia la mitad, dejando siempre libre la que quedaba a mi derecha y que tocaba a la pared (ideal para dejar el bolso y el abrigo). En la sala de arriba de la principal está mi favorita: cualquiera de las butacas que hay justo encima de la puerta de acceso a la sala. Tienen espacio para estirar las piernas, una barra de hierro para apoyar los pies y no hay peligro de que nadie te estorbe la visión de la pantalla. Me di cuenta de que era una rareza cuando iba acompañado y yo insistía en que nos sentáramos donde yo decía. Tener que explicarlo a otra persona en voz alta fue definitivo.
Al Verdi he ido para todo: distraerme, evadirme, aprender, olvidar... Por ejemplo, después de una discusión conyugal, iba a serenarme y dejar de lado el mundo y sus miserias; o cuando un acontecimiento local polarizaba tanto la atención que, en la víspera o mientras tenía lugar, me refugiaba en la oscuridad de una expectación que no comprendía del todo. También me gusta ir en pleno agosto, cuando ya he regresado de mis vacaciones, para retomar mis hábitos, pero también porque en esos días ir al cine es la última de las opciones de ocio y se puede disfrutar de una película prácticamente en soledad. Cuando vivía por el barrio me presentaba a la primera sesión y a la salida me perdía por las calles rebosantes de actividad: un paseo, un rato en una terraza (la del Virreina es mi favorita, aunque también la más difícil de encontrar hueco) asentando mis impresiones sobre la película. En esos instante, cuando me ha gustado mucho o impactado por algún motivo inesperado o cercanamente biográfico, miro a mi alrededor con los sentidos incrementados (me sucede lo mismo al terminar lecturas que me sacuden interiormente), procesando la conmoción de algunos pensamientos nuevos, la enumeración de los detalles que luego mencionaré en Sesión discontinua, o simplemente la curiosidad por saber cómo le irá a unos protagonistas que casi me parecen reales. Es un estado de excitación sensorial y anímica que me hace sentir que estoy a punto de alcanzar una revelación, una verdad, una interacción genial acerca de algo que hasta entonces no he logrado concretar con palabras. No siempre es así, por descontado, entonces me basta con impregnarme del ambiente a mi alrededor (sonidos, conversaciones, la luz, el pulso de un ciudad que se prepara para ir de cena y luego de copas), y siento que ha merecido la pena. Luego pasa una hora o así y, cuando noto que desciende mi pulso interior, decido volver a casa...
Y ahora viene cuando hablo de las mujeres a las que he arrastrado al Verdi: algunas me lo sugirieron, otras no pusieron ninguna pega (de entrada) y a unas pocas he tenido que convencerlas. Mujeres que he conocido por internet, otras que ya conocía y unas pocas a las que se lo pedí sin más y aceptaron. A todas ellas las sometí, por supuesto sin ellas saberlo, a «la prueba del Verdi», no tanto por la película elegida (procuraba que no fuera de las excesivamente raras), sino por su reacción a los subtitulos. Son curiosas esas sesiones de cine con semidesconocidas que, de alguna manera, deseas que dejen de serlo (o que al menos sean de esas de hasta que el amanecer nos separe). Más de una vez he tenido la sensación de estar reviviendo la canción aquella de Els Amics de les Arts. Incluso he retomado una relación en una de sus salas (rupturas no, pero no lo descartemos tan rápidamente): ella me invitó a un inocente Verdi tras un tiempo sin vernos ni hablarnos; pero cuando, a mitad de película, me metió la lengua en la boca, comprendí que me conocía a la perfección y sabía lo que hacía cuando me lo propuso. Recordé entonces que en nuestra primera cita llevó chocolate y me lo metió en la boca justo antes del primer beso (fue en el desaparecido Casablanca, no en el Verdi).
Con mi hija, la cosa no podía haber empezado peor: una de las primeras veces que me acompañó la película elegida no podía resultarle más ajena --Hannah Arendt (2012) de Margarethe von Trotta--, pero luego, gracias a la apertura del Verdi hacia estrenos más comerciales, pudimos disfrutar juntos de El viento se levanta (2014) o de Star Wars VII. El despertar de la fuerza (2019).
Y entonces parpadeas y te plantas en esos años en los que --al menos para mi generación-- el cine es una excusa ideal para reencontrarte con esa gente a la que, por pereza o agendas repletas, no ves cuanto deberías. Quedas para hacer un Verdi y luego a tomar algo para ponernos al día. Mi hermano, mis hermanas, mis cuñados, amigos/as de esos que no mezclas con ningún otro de tus grupos de referencia, visitas desde otras ciudades... Una vez, después de quedar con una de mis hermanas para ver una película previamente pactada, la convencí, justo antes de comprar las entradas, para ver otra de la que no tenía referencia alguna pero hubo algo en el argumento que me atrajo (hoy sigo la carrera de su director a pesar de que sigue sin gustarme). A ninguno nos gustó nada, y ella continúa recordándome de tanto en tanto aquel acto descarado de manipulación. Me doy cuenta de que ha hecho falta que cada uno de nosotros haya completado su recorrido vital hasta una especie de madurez o calma sentimental, para que la película ya no sea un problema; más bien al contrario: una excusa perfecta para iniciar una conversación que nos llevará a repasar nuestras vidas y nuestros amores también...
Hubo un tiempo, a poco de mudarme a Gràcia, cuando todavía no había interiorizado lo de ir al cine sin haberlo previsto antes, en que notaba que mi gusto cinematográfico se alejaba de los que conocía en mis grupos de referencia. Tenía la sensación de vivir en una especie de reserva cinéfila, a salvo de la presión de los taquillazos gracias a todo ese cine raro que me servía de arrecife y de biota. En esos años, me definía a mí mismo como un animalillo del Verdi, una especie protegida que, muy probablemente, no sería capaz de sobrevivir sin apoyo en la cartelera. Gracias al Verdi podía aventurarme en esas otras salas, donde esas veces era yo quien se dejaba arrastrar, sabiendo que días después regresaría a mi microclima cinéfilo, a mis adoradas películas raras.
Y así vamos pasando la vida, señora jueza: y aunque ahora estoy algo más lejos del Verdi, intento regresar de tanto en tanto. Lo hago por algún título especial, por la cena de después, por la copa de antes, por los reeencuentros que propicia, por uno de los lugares donde se completa mi educación sentimental. Es el lugar donde he descubierto el cine que me gustaba y donde he adquirido material de primera para mis locas teorías, esas que distruto escribiendo y exponiendo para provocar y divertir. Dicen que a leer se aprende, y que luego aprendemos a aprender leyendo. Sucede exactamente igual con el cine.