Revista Cultura y Ocio

Memorias de un nómada, Paul Bowles

Publicado el 18 octubre 2009 por Unlibroabierto

Escribir unas memorias resulta siempre, en el mejor de los casos, una tarea ardua y harto laboriosa, por cuanto implica no solo rescatar del recuerdo los acontecimientos más significativos de toda una vida, sino también intentar justificarlos dentro de un todo concluso y unitario e imprimirles, a la luz de nuestra experiencia posterior, un sentido del que quizás originalmente carecieran. Es esta, desde luego, una empresa ilusoria, que olvida que la vida es antes que nada el fruto de la más fortuita contingencia, de un azar cuyo secreto jamás lograremos desvelar. Sin embargo, hay en dicha pretensión de fijar en palabras nuestra propia vida, cierta dignidad intrínseca que no se nos escapa y que comprendemos bien: este afán de recordar algunos hechos, de olvidar otros, de ordenarlos todos ellos para llegar hasta nuestro presente y reconstruir, en fin, todo el edificio de nuestra existencia, ¿no obedece acaso a ese proyecto último del hombre que consiste en tomar las riendas de la propia vida y establecer un lugar en el mundo que le sea propio?

Paul Bowles (1910-1999), a quien podemos incluir sin duda entre los más notables escritores estadounidenses del pasado siglo, vivió una vida intensa y fascinante, marcada por una de las épocas más convulsas y agitadas de cuantas haya afrontado la humanidad, durante la cual supo, pese a todo, adivinar el último destello de magia de un mundo que jamás volvería a ser el mismo. Viajero infatigable, Bowles encontró finalmente en el Tánger, más por azar que por convención, el último baluarte de este mundo que acababa, donde «la hechicería horada sus túneles invisibles en todas direcciones, desde miles de remitentes a miles de receptores desprevenidos». Allí se estableció, junto a su mujer y amiga, la también escritora Jane Auer, durante la mayor parte de su vida y allí recibió, también, entre otros, a Truman Capote, Tennessee Williams, Jack Kerouac, William Burroughs, Allen Gingsberg o Gore Vidal.

Es este impulso, tan característico en Bowles, de entrar en contacto con lo esencial de la vida, esa curiosidad insaciable por encontrar una nueva forma de percibir la realidad, lo que recogen sus Memorias de un nómada (1972). Aunque Bowles escribió esta obra biográfica poco antes de que su mujer falleciera, en el año 1973, a causa de una terrible y duradera afección cerebral, y a pesar de la lúcida consciencia que Bowles tenía por aquel entonces de las radicales transformaciones que azotaban una civilización que «empezaba a devorar su propio cuerpo», el resultado no abunda sin embargo en tonalidades trágicas. Hay en el libro, desde luego, un fuerte sentimiento de melancolía, inevitable, ante el recuerdo de una vida cuyo rastro se va desvaneciendo paso a paso, pero en Bowles dicha nostalgia queda compensada por un incansable anhelo del misterio del mundo y un incuestionable dominio de la palabra escrita.

Fue este amor por lo desconocido, por la belleza oculta del mundo, lo que empujó a Bowles a abandonar, a sus diecinueve años, las comodidades de una vida burguesa americana para dirigirse secretamente a París, donde empezó enseguida a relacionarse con la gran bohemia europea de la primera mitad de siglo. Inició Bowles por aquel entonces una vida cuya mayor divisa sería la libertad y el rechazo de toda convención impuesta, algo que en adelante practicaría hasta el final de su vida.

Su doble faceta artística, de escritor y de músico (actividad esta última que desarrolló más prolíficamente en sus primeros años), sumada a una personalidad indiscutiblemente atractiva, lo llevaron a relacionarse con algunas de las figuras más emblemáticas del panorama intelectual de su época, cuya extensísima lista incluye, entre muchos otros, a Gertrude Stein (con quien mantuvo una curiosa relación de amistad desde su primera visita a Francia), Jean-Paul Sartre, Cristopher Isherwood, W. H. Auden, Ezra Pound, Peggy Guggenheim, Salvador Dalí o Francis Bacon, además de los escritores norteamericanos citados más arriba. También sus actividades como compositor lo hicieron entrar en contacto con algunos de los músicos más representativos del S.XX, entre los que destacan Aaron Copland (de quien fue aprendiz durante varios años, y con quien se embarcó por primera vez hacia el Tánger), Virgil Thompson, Béla Bartok, Leonard Bernstein o Manuel de Falla, además de aquellos escritores o directores para cuyas producciones se le encargó la música, entre ellos Tennesse Williams, John Huston o Luchino Visconti.

Como puede verse, la lista de celebridades que Bowles conoció es, cuanto menos, copiosa. Él mismo fue, por otro lado, un personaje único, de enorme lucidez y con una percepción profundamente poética de todo cuanto lo rodeaba. Leyendo Memorias de un nómada, comprendemos tristemente que estamos presenciando el final de una estirpe, de una forma esencialmente distinta de entender el mundo, de la que Bowles fue quizás uno de los últimos grandes exponentes y que hoy prácticamente se ha perdido. De ahí su importancia como símbolo y como testimonio.

Literatura que es vida, vida que es literatura, Bowles nos logra dar en este libro, gracias a su inmenso talento narrativo, una profunda lección de espíritu. Consciente de lo azaroso de la vida, logró con todo captar el devenir constante del mundo en la palabra, comunicándole este sentido oculto y mágico que lo trasciende y que caracteriza la gran literatura. Empresa esta ilusoria, ciertamente, pero ¿acaso lo son menos la vida o el arte?



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