Estás a la cola de la atracción, muerta de nervios. Mientras tu corazón late más rápido de lo que debería, intentas disimular tu ansiedad. No quieres dar marcha atrás, ya queda menos para subirte, así que no es momento de mostrar cobardía. Pero, dios, ves la altura de esa montaña rusa, sus curvas retorcidas, sus subidas y bajadas que desmelenan a los pasajeros y arrastra sus gritos con velocidad vertiginosa, y piensas con cierta histeria: ¿pero qué hago yo aquí?
Mientras reflexionas aturullada sobre tu estúpido masoquismo, llega tu turno. Dios, dios, dios, que allá vamos. Te sientas y esperas a que vengan a ponerte el cinturón, a que te aten a una seguridad que, muy en el fondo, sabes que no es completa. Algo malo podría pasar, como siempre. Tu corazón aceleradísimo espera el momento en el que la atracción se ponga en marcha, para latir aún con más fuerza. Y tu cabeza grita qué cómo se te ocurre haber subido aquí.
El traqueteo no engaña, ya avanzas hacia adelante por un trayecto de incontenible rapidez. El viento te escupe en la cara con fuerza, se te seca la garganta, y tras el grito de terror, la adrenalina te hace callar para ocupar todas tus sensaciones. Y justo cuando el miedo pasa, empiezas a sentir que lo estás disfrutando. Que lo pasas genial allá arriba, muerta de risa, histeria, diversión y terror.
Cuando llega el final y tu cuerpo recupera la calma, aliviado de no sentir tantas emociones a la vez, te sientes extrañamente satisfecha, porque te atreviste a hacerlo. Venciste el miedo al miedo. Y, como lo has logrado, ahora quieres volver ahí arriba, otra vez.