Revista En Femenino
El matrimonio - o ajuntamiento para largo, como prefieran -, consiste en la unión libre y voluntaria de dos personas que se quieren mucho y van juntas al Ikea; y se fundamenta en el cariño, la tolerancia, el respeto mutuo y todas las cosas bonitas por el estilo que se les ocurran.
Lo que dure el casamiento, en cambio, depende de mentiras.
No pongan esa cara que saben perfectamente que tengo razón.
Lo que ocurre es que esas mentiras no son fruto del desgaste cohabitacional, ni del hastío, ni tampoco de la falta de dinamismo nocturno. Las mentiras de las que hablo se cuentan por piedad en los albores del enamoramiento, se mantienen por pragmatismo en la fase de ajustamiento parejil y se acaban convirtiendo en paradigmas de la vida diaria.
Vamos, que las dices por gustarle, las repites por no pelearte y al final te las acabas creyendo tú también. Y fuistéis felices y comistéis perdices.
El inconveniente de las mentiras es que tienen una voracidad alarmante y se ponen de un orondo pasados unos años, que acaban desafiando peligrosamente con caerse por su propio peso. Y arrastar en su despeñamiento todo lo que pillen por delante, incluidas sus congéneres, orgullos varios y, si me apuran, hasta el mismo matrimonio.
Supongo que la perorata que les acabo de endiñar les estará provocando ojiplatismo y ansiedad, desazón e incredulidad; y que sus uñas agradecerían una explicación ¿no?
Verán, hace unos años, cuando yo todavía vivía en la capital teutona y llevaba mochila, conocí al Maromen. Como es teutón y, por tanto, de mano corta y prudencia infinita, me tragué el frenesí ibérico y quise seguir con apiesjuntillismo la danza del apareamiento a la germana; que consiste, así a grandes rasgos, en ignorar de pleno la tensión sexual y conocerse primero anímicamente. Aunque sea un poco.
Después de unas semanas de paseos y cocacolas, la tensión se hacía insoportable y, como es hombre antes que alemán, me acabó invitando a cenar. A su casa.
El enamoramiento y las hormonas, que me tenían de un condescendiente que ya quisieran para sí los niños, me hicieron degustar con deleite y admiración aquel desastre gastronómico que me preparó. ¿Será - pensé - que quiere poner a prueba la incondicionalidad de mi amor?¿Será que ha querido impresionarme y de los nervios ha pifiado la receta? ¿Será que la cocina no es lo suyo pero necesitaba una discreta excusa para acercarme a su lecho?
Siete primaveras llevamos juntos y no ha mejorado un ápice en sus dotes culinarias. Pero lo peor de todo es que seguía convencido de haberme conquistado por el estómago y de que, por el mismo, me sigue reconquistando. Hasta hace dos días.
En un alarde de romanticismo me propuso una cena casera con velas. Y, por esa obsesión perfeccionista que le caracteriza, me dejó elegir menú. Te cocinaré lo que más te guste, me dijo. ¿Y si cocino yo? propuse. Nein nein, tú relájate. ¿Y si pedimos una pizza? sugerí. Nein nein, que quiero hacerte algo rico. ¿Y si picamos algo? supliqué.
Debió de notárseme el deje impaciente porque, a bocajarro y por primera vez en todos estos años, me preguntó si es que acaso no me gusta su cocina.
Corroboro sus sospechas de que aquella noche no cenamos. Por tu culpa, decía él. No sé si podré volver a confiar en tí, me repetía. Me has traicionado, insistía.
Pero ayer ya me tocó los cojones tanto victimismo y, justo antes de dormirse, le susurré maliciosa que yo sé que me quiere. Porque también sé que, cuando le pregunto si he engordado, invariablemente me contesta que él me ve igual que siempre.