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"Merceditas, la hija del indiano", 15 (penúltimo)

Publicado el 10 noviembre 2010 por Sap
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Capítulo 15
“—¡Fuego! ¡Fuego en la casa de don Julián!”
(del capítulo anterior.)
   No hizo falta más para que el pánico cundiera entre los presentes, mujeres y hombres, madres y padres que no dudaron en abandonar a unos hijitos, que aún en plena carrera, brincaban como saltamontes.
Apostados frente a la fachada vimos que, en efecto, algunas tímidas llamas aparecían en una de las ventanas superiores para, con rapidez, ir ganando intensidad y fuerza en la propagación. Oh, allí fue Troya y el caos más completo surgido de una lamentable conjunción de adversidades. Los asustados vecinos se presentaban con cubos de agua medio vacíos a causa de tanta precipitación, nada se supo del carro municipal de bomberos hasta que más tarde alguien informó que las dos burras que lo tiraban estaban pariendo con ayuda de don Lope Molina, el veterinario. Las inútiles idas y venidas, el agua que no llegaba y que cuando lo hacía era para derramarse a los pies de quien la portaba, los caballos que finalmente fueron enganchados al carro de bomberos y que de nada sirvieron pues se había extraviado el pitorro del depósito, facilitaron antes que impedir, el progreso de las llamas que ya lamían los pisos superiores provocando el derrumbe de las vigas en un estruendo infernal. La densa humareda y la lluvia de pavesas que sobre nosotros caía, ocultaba la visión de lo que dentro sucediera mientras el siniestro cobraba una magnitud frente a la que nos sentíamos perfectamente impotentes.
Convertidos en meros espectadores del desastre, algunos siguieron los rezos colectivos que organizó un don Eusebio en camisón de dormir aunque con bonete, mientras que otros nos dábamos a las más negras meditaciones, forzados por el horror a ocultar nuestros rostros. Triunfador, el fuego ampliaba su imperio anunciándolo con el estallido de los vidrios y los nuevos derrumbes hasta que, cuando creíamos imposible mayor estrago, una figura apareció en la balconada principal, único elemento aún respetado por las llamas. El clamor que recibió a aquella visión de tintes espectrales venció por un momento el crepitar del incendio. ¡Era don Julián! Sí, un don Julián que semejábase llegado del averno o de pasar años en una isla desierta a juzgar por los harapos que lo cubrían, por sus uñas como garras y por la larga melena y barba que hacían de su imagen, con las llamas como fondo, la de una salvaje deidad. Poco duró la sorpresa porque al momento, abriendo los brazos, y cuando ya las lenguas de fuego prendían sus cabellos convirtiéndolo en antorcha humana, clamó con una voz que parecía surgir por su potencia del centro mismo de la Tierra:
—¡¡Mirad!! ¡¡Mirad todos cómo muere el más desgraciado de los hombres!!
Acabado de decir lo cual, arrojose por el balcón como uno de esos héroes mitológicos que encontraban en la propia muerte alivio final a su menoscabo. Pero incluso la suerte dióle la espalda en el postrer momento, pues no advirtió el toldo de gutapercha de un comercio establecido en la planta baja y que, milagrosamente intacto, actuó como trampolín, siendo así que el cuerpo de don Julián, tras rebotar en él, dibujó en el aire una trayectoria parabólica y haciendo un extraño volatín, vino en el descenso a abrirse la cabeza contra la campana fija del carro de los bomberos. ¡Oh dioses, de qué pérfida manera dispusisteis los astros esa noche para hacer que la escena terrible fuera grotesco remedo de un número circense!
Fueron inútiles las atenciones y cuidados que se le dispensaron. Ni tan siquiera pudo escuchar las palabras confortadoras de un arrodillado y contrito don Eusebio, pues en segundos y entre convulsiones y espumarajos, don Julián entregó el alma sobre el encharcado suelo, bajo las patas de unos caballos que relinchaban de terror. Mas sorprendionos luego que entre tanta desventura, nadie se ocupase de la suerte de Merceditas. Fue vano cualquier esfuerzo, pues los bragados hombres que intentaron penetrar en el interior de la casona eran prontamente arrojados de nuevo a la calle por el humo y el fuego, y fue así que no quedó más que esperar al amanecer y que el incendio culminase la destrucción consumiéndose por sí solo.
(Continuará)
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