Yo disfrazada de Charlot, BCN, 1981. expatriadaxcojones.blogspot.com
En Diario de Invierno, Paul Auster hace un repaso de las veintidós casas donde ha vivido. No se limita a describir las características físicas del sitio, sino los hechos que estando allí le sucedieron. Porque —y ahora cito a un recién descubierto Enrique Vila-Matas en Una vida absolutamente maravillosa—el traslado de una ciudad a otra, de un barrio a otro, e incluso de una casa a otra, no es más que la metáfora de un tránsito a otra vida. Así pues he decididohacer mi propia lista de metáforas —once sin contar la que habito actualmente— que, brevemente, paso a resumir.
1. Avenida Meridiana, Barcelona
Mi primera casa. La primera que tuvieron mis padres. Un ático en la Avenida Meridiana de Barcelona. Cerca del Hipercor dónde, pocos años después de que nosotros la abandonáramos, explotaría la bomba de ETA que dejaría 21 muertos y 45 heridos Los primeros cuatro años de mi vida los pasé aquí. 70 metros cuadrados. 3 habitaciones. Aseo. Cocina. Terraza. En el comedor, un sofá de color amarillo chillón. Colgada en la pared, una litografía: Niño con paloma, de Pablo Picasso.
Mi primer recuerdo de esta casa— y por extensión de mi vida— es el momento en que salía del ascensor. No sé que edad tendría. Tres. Quizás cuatro años. El ascensor era viejo, el típico de una finca antigua, con puertas de rejilla chirriante. Mi madre, con las llaves frente a la puerta. Yo esperando detrás de ella o a su lado, en el rellano. Asomada al abismo, a las profundidades del patio interior. Había unos barrotes, entre los cuales, al menor descuido de ella, yo metía la cabeza y escupía. Esa era mi obsesión. Escupir. Todo con el fin de averiguar si ese escupitajo haría ruido. Si yo lo oiría. Todo lo que quería saber era si al chocar en el suelo del piso más bajo el escupitajo haría algún ruido. Tan altas me parecían entonces esas nueve plantas que no creía que eso pudiera, de verdad, suceder. Y escupía. Siempre escupía. Escupía para comprobarlo.
Fue más o menos por esa época que empecé a ir a la guardería. Podían mis padres haber elegido cualquiera de las del barrio. Hubiera sido para todos lo más sencillo y práctico. Lo normal. Pero no. Ellos optaron por lo complicado. Mi padre deseaba para sus vástagos una educación alternativa y no paró hasta encontrarla. Dio con ella pero estaba lejos. Muy lejos. Empezó para mi hermana y para mí el calvario de los madrugones. Nos levantábamos, cada día, a las seis de la mañana, para coger el autobús de las siete, que después de cruzar la ciudad entera, nos dejaría a las ocho en el municipio de Gavá. Allí había encontrado mi padre la única guardería de su agrado. Una guardería naturista. Donde primaba el desarrollo humano y se huía de la rigidez del sistema. La escuela en cuestión dependía del centro vegetariano de Barcelona, como por aquel entonces él era vegetariano la idea le pareció bien. Las clases eran abiertas. Los padres participaban y el mío, dice, venía a menudo. Lo que hacía una vez allí no tengo la más remota idea.