Mi hermana mayor y yo, Argentona, 1982.
Turó de Sant Sebastià, Argentona
Mi hermana mayor había sufrido una pulmonía y, siguiendo las indicaciones del médico —que le recomendó para recuperarse— un lugar con aire seco y alejado de la contaminación, mis padres pasaron una temporada en la población de Dosrius, a unos treinta kilómetros de Barcelona. Un día, volviendo de allí por la carretera vieron el cerro. Mi padre detuvo el coche. Atravesó los dos pilares de la entrada, anduvo el camino bordeado de eucaliptus y la vio. Era una casa vieja y destartalada. Desoyendo las quejas de mi madre, a la que aquello no le parecía en absoluto el lugar ideal donde pasar sus vacaciones, la alquiló.
Estaba en Argentona, un pequeño pueblecito rodeado de montañas, y allí pasaría yo el primer verano de mi vida —por una casualidad nada casual—y, ininterrumpidamente, los veinticinco siguientes.
El cerro era propiedad de las hermanas Pujol. Dos solteronas, podridas de dinero y cascarrabias, que habían heredado de su padre la montaña entera y habían decidido construir en ella casas de veraneo. Había nueve en total. A pesar de que cada una de las viviendas contaba con un jardín particular, no había vallas ni cercados por ningún sitio y los niños —que nos conocíamos todos porque cada verano éramos los mismos—nos movíamos por El Turó, como si fuera nuestra isla particular.
En casa de Los Virgos recogíamos las moras del arbusto. En casa de los Ràfolsnos encaramábamos a la higuera para comernos los higos. En los campos de la ermita de Sant Sebastià, teníamos los almendros. Nos colábamos a través de la vieja verja oxidada que había en mi patio y, equipados con una bolsa de plástico, no nos bajábamos de los árboles hasta que estaba repleta. Después, las abríamos dándoles golpes con una piedra, sacábamos la piel amaga y disfrutábamos de ese sabor que sólo tiene la almendra cuando está cruda y recién cogida.
Argentona es para mí igual a verano. No entiendo lo uno sin lo otro. Argentona es bosque. Libertad. Cabañas. Bicicletas. Arboles. Moras. Almendras. Higos y piñones. Argentona son las orugas, las arañas y los saltamontes. Ratoncillos de campo y piel de serpiente. Argentona es aire. Sol. Lluvia. Caracoles. Pinos y Eucaliptus. Argentona son las cañas, la arena y las piedras, como las que mi padre puso en nuestro jardín.
Instaló también un columpio. De hierro. De color granate. Me gustaba columpiarme pero sobretodo colgarme boca abajo. Pasábamos horas en él hasta que descubrimos el placer de la cuerda. Era verde y gruesa. Vieja. Mi padre la enrolló en una de las ramas del abeto que había en el patio. La ató dejando en el extremo inferior un pequeño agujero para que pudiéramos poner el pie. Hacíamos cola para subir. Para conseguirlo teníamos que encaramarnos a la mesa. Una vez colgados, nos balanceábamos imitando a Tarzán; grito incluido.
La casa era sencilla. De una sola planta. Había una entrada principal, con una gran puerta de madera, que siempre estaba abierta. Dentro, otra más pequeña de cristal. La llave que utilizábamos para abrirla era, o a mí me lo parecía, muy antigua. Como de otra época. La escondíamos detrás de uno de los pórticos. Esa entrada nunca la utilizábamos. Siempre rodeábamos la casa y accedíamos a ella por la cocina. En el interior estaba la sala. A la derecha, el comedor, donde solo entrábamos los días de lluvia, pues desayunábamos, comíamos y cenábamos siempre fuera. En el jardín. Todos los muebles eran viejos.
Había un baño, un aseo, el dormitorio de mis padres, el nuestro —que compartíamos las tres hermanas— el de la chica y mi habitación preferida: El cuarto del fondo. Lo llamábamos así porque estaba situado justo al fondo del pasillo. Allí teníamos un armario, donde guardábamos los disfraces y las marionetas. También las cosas de mi padre: su guitarra, el cancionero, el caballete, las pinturas, las acuarelas, el material para los trucos de magia y los accesorios para cuando hacía de payaso… Era un lugar mágico. La habitación donde todo es posible y nada está fuera de lugar.
La noche en Argentona era oscura pero las estrellas brillaban en el cielo, se oían los grillos y, si había suerte, podías disfrutar de la luz de las luciérnagas. Entonces, mi hermana y yo abandonábamos el mundo de los niños y acompañábamos a mi madre al de los adultos. Era la hora de la tertulia, que invariablemente se hacía en casa de Los Virgos. Maruja era la matriarca. Había enviudado siendo muy joven y veraneaba en el pueblo con sus tres hijos adolescentes. Luís, Eduardo y Fernando. Mi preferido. Un cabroncete en toda regla pero muy divertido.
A veces, también venían otras vecinas, las dos se llamaban María. Para distinguirlas, a una la llamábamos María del Nerón, pues ese era el nombre de su perro. A la otra, María del Pepitu, que era el diminutivo que usaba ella para referirse a su marido, de nombre José.
Las mujeres —porque a parte de los hijos de Maruja no recuerdo haber visto allí a ningún hombre—se sentaban alrededor de la mesa de madera que había en el jardín y se ponían a hablar. De esto. De aquello. Pero no sólo charlaban. También les gustaba hacer espiritismo con la ouija. Yo era pequeña y presenciar aquello me aterrorizaba y fascinaba a partes iguales. Recuerdo una noche que el vaso se movió rápido entre las letras. La luz se apagaba y se encendía. Se oyeron unos ruidos. Estaba muerta de miedo. Luego, escuché las carcajadas de Fernando y entendí, aliviada, que nos estaba tomando el pelo.
Aunque Los Virgos eran nuestros íntimos —los únicos con los que todavía hoy mantenemos relación— nos llevábamos bien con todo el vecindario. Éramos como una gran familia. Cada dos por tres organizábamos algo: Paella, sardinas, carne a la brasa, chocolate con churros… la excusa era juntarnos. Fue en una de estas comilonas que me emborraché por primera vez. Los mayores estaban despistados. Yo fui apurando los vasos de vino que quedaban en la mesa hasta que empecé a caminar raro, me maree y caí redonda al suelo. Aborrecí el alcohol de tal manera que no volví a probarlo hasta entrar en la Universidad.
Pero no puedo hablar de Argentona sin hacerlo de Cristina. Su madre y la mía eran amigas y, también, lo fuimos nosotras. Sólo nos veíamos en verano, y por eso, en invierno, nos mandábamos largas cartas manuscritas. Como ellas se veían con frecuencia —mínimo una vez por semana— les metíamos los sobres en el bolso para hacer el intercambio. Todavía conservo algunos ejemplares.
Fue la época en que empecé a salir del cerro y a bajar al pueblo. La casa de Cristina estaba en el centro. Su habitación daba a la calle. Nos encerrábamos dentro. Bajábamos la persiana. Dejábamos entre los listones de madera un pequeño espacio. Allí colocábamos una pajita y cargadas con granos de arroz nos dedicábamos a tirárselos a los transeúntes. Granos voladores acompañados de saliva.
En una ocasión nos disfrazamos de gitanas y nos pusimos a pedir limosna en plena calle. Nos encontró su madre y la bronca que nos metió fue memorable. Otro juego que nos habíamos inventado, y al que dedicábamos muchas tardes, era el del autobús. Nos sentábamos en la parada, entre la gente, y antes de que viniera nos marchábamos. Nos escondíamos. Lo veíamos llegar, esperábamos a que todos hubieran subido y, justo en el momento en que el conductor arrancaba, corríamos tras él gritando como locas. Simulábamos perderlo. Así eran nuestros juegos.
Pero no todos fueron inocentes y divertidos. Hubo algunos bastante macabros. Nuestras víctimas eran niñas débiles, pusilánimes, que cometían la imprudencia de querer ser nuestras amigas. No las dejábamos. Nosotras éramos Pili y Mili. Un dueto. No cabía nadie más en el grupo. Dicen que los críos son crueles. Yo lo fui y mucho. No me enorgullezco pero decir lo contrario seria faltar a la verdad. Hace poco me encontré a una de ellas en un restaurante. Hacía muchos años que no la veía. Yo estaba con mis padres. Ella nos vio y se acercó a nuestra mesa a saludar. Me abrazó y me besó con entusiasmo. Contenta de verme. La vergüenza de saber el dolor que le había infringido sin merecerlo, me impedía hablar. ¿Acaso debía disculparme? Dudé. Hubiera sido lo correcto pero soy cobarde. No lo hice.
La casa de Argentona es, sin lugar a dudas, la única de todas en las que he vivido que me ha entristecido abandonar. El día que supe que no volvería a veranear en ella —era ya mayor y me había independizado— sentí que crecía de golpe. Allí se quedó mi infancia. En el número uno del Turó de Sant Sebastià. En Argentona. La adolescencia me esperaba en otro lugar y no con los brazos abiertos precisamente.