Dice el divulgador Alan Lightman que la principal diferencia entre ciencia y arte es que los científicos tratan de ponerle nombre a todas las cosas, mientras que los artistas evitan nombrarlas. Nombrar es “objetivar”, convertir en objeto, limitar y precisar la realidad en parcelas, conjuntar una serie de aspectos de la realidad a los que se les otorga un sentido común. Es a lo que se dedica el cerebro.
Pongamos por caso el electrón, la partícula elemental de la que depende la existencia de este universo. En realidad, no hay tal electrón salvo en la mente humana; sencillamente, se trata de una imagen, la manera en que “imaginamos” una expresión matemática: la ecuación de Dirac.
Un electrón es una partícula elemental, tiene carga eléctrica y momento angular; cualquier pregunta a un nivel más profundo de realidad reducirá las cualidades citadas a abstracciones irrepresentables.
El conocimiento avanza mucho más deprisa de lo que crece el lenguaje, por lo que hemos de seguir anclados en una metáfora inútil que bloquea nuestra imagen del mundo: la de una bolita que gira en torno a otra bolita más grande, cual diminutos sistemas solares, imagen propuesta por Niels Bohr en 1913 a modo de asidero y que se suele confundir con la realidad, olvidando que la ciencia también ha de expresarse mediante discursos poéticos.
Heisenberg decía que la pregunta sobre qué ocurre en los procesos atómicos solo vale para el instante en que se realiza una observación, pues no es posible responder sobre qué ocurre en el intervalo entre dos observaciones. Así, por ejemplo, no tiene sentido preguntarse por la trayectoria que una partícula recorre de un lugar a otro cuando se la detecta en un punto A y luego en un punto B; sólo es posible afirmar que ha habido un cambio de estado, pero no cómo ha ocurrido, pues entonces nos encontraremos con que todas las trayectorias han sido transitadas de manera simultánea por la partícula en cuestión, como demuestra el experimento de la doble rendija.