Mi amigo me lleva y me trae. Lo hace por carreteras sinuosas o rectas, por caminos que llevan a aldeas remotas o entre las calles de ciudades donde los escaparates reflejan rostros de manera continua. Incluso a veces por encima de montañas o por debajo de ellas. A través de un, dos, tres o siete mares, en muchas ocasiones. Y si ambos queremos, paseamos por lugares que sólo nuestra imaginación conoce.
Mi amigo me habla de amores. Imposibles, eternos, fugaces, de minutos o de siglos. Me relata caricias, miradas, encuentros, suspiros, deseos. Cotilleos de parejas jóvenes, viejas, alto él, baja ella. Princesa ella, bribón él. Acaudalado él, acaudalado él también, a escondidas. En casas, teatros, cines, calles, portales, habitaciones al borde del mar y hasta en barcos, aviones o algún 1430 estacionado en polígono industrial abandonado.
Mi amigo me traiciona a veces. Me asesina, me secuestra, me golpea. Me hace resolver intrincados laberintos e imposibles problemas. Me introduce en intrigas, me mete en movidas, me cuela en casonas solitarias donde villanos sin piedad me atacan. Me confunde, me distrae, me regatea. Pone a mis sentidos en alerta y a mis instintos en guardia. No me deja un minuto de descanso.
Mi amigo me calma, me entrega mil, dos mil, quizá medio millón de esperanzas y futuros. Me dice donde puedo encontrar horizontes, sombras, descansos, refugios. Un árbol en medio de la hierba, un oasis, una isla, una cueva, una casa, una puerta en el muro, una cuerda en la cárcel, un pasadizo en un castillo. Mi amigo soluciona, cambia mi gesto, me tranquiliza. Vocaliza palabras con la tilde en ánimo, declina verbos de futuro. Me levanta, me alza, me lanza, me empuja, me sostiene.
Mi amigo tiene un nombre grande, simple, llano, eterno. Mi amigo es… un libro.