El tiempo que estuve en Japón me sirvió para conocer una gran variedad de personas, viví muchas situaciones cómicas y otras que serán imposible de olvidar.
Una de las historias es la que escribo a continuación:
Un día fuimos de visita al castillo Himeji, (crearé una entrada sobre él ya que me fascinó) como solíamos hacer compramos algo de comida para el tren y de esta forma no perder más tiempo del que disponíamos.
Bueno, la cuestión es que visitamos el castillo y a la salida teníamos mucha hambre, la visita se hizo más larga de lo que pensamos (culpa mía que me imaginaba miles de situaciones que se habrían vivido allí) por lo que decidimos comprar comida en uno de los puestos que hay en la entrada.
Empezamos a mirar las diferentes ofertas y decidimos probar uno que tenía una pinta muy rara pero a la vez nos llamaba la curiosidad. Lo único que nos echaba atrás era que el señor no tenía ninguna pinta de buen cocinero y que más bien se dedicaba a otros asuntos más turbios.
Nos entendimos con el hombre como pudimos en inglés ya que del japonés yo no sabía absolutamente nada y una vez que pagamos nos preguntó si eramos americanos.
Le expliqué que eramos europeos pero que siempre nos confundían con americanos en Japón, él empezó a sonreír y señalándose a sí mismo dijo “Japan“, “Osaka“, tras esta pequeña conversación ni corto ni perezoso se abrió la camisa que llevaba y pudimos observar un repertorio de tatuajes a lo largo de su pecho.
El hombre quizás pudo pensar que teníamos alguna duda de su antigua profesión y no se daba cuenta de que no teníamos ninguna duda al respecto y que lo único que estábamos pensando es “esto tiene que ser una broma”.
Así que el hombre ni corto ni perezoso cogió un cuchillo, lo situó al lado de su mano y señaló el dedo meñique que estaba cortado por la mitad, a lo cual mi novia dijo “Ah!” y este levantó los brazos como diciendo “Sí que os ha costado trabajo chicos saber que soy un Yakuza“.
Yo que seguía con mi asombro le decía a mi novia “Este es un mafia, este es un mafia” por lo bajito. Al final nos despedimos de él que fue muy amable todo el tiempo (menos mal) y nos fuimos de allí riéndonos por la aventura que nos había ocurrido, pero con la pena de no habernos echado una foto con el yakuza del castillo.