Revista Deportes

Mi Gallismo

Por Antoniodiaz

Mi Gallismo
Año dos mil doce. Ultimos días de septiembre. Cien años de la alternativa de José Gómez Ortega, Joselito el Gallo, gitanito sandunguero de Gelves.  Cien años ya, desde aquella tarde en la que la tauromaquia empezaba a tocar el cielo, coqueta e ígnara, desconocedora de que poco tiempo después, como una maruja recién casada, empezaría su incesante declive. Cien años, uno puesto encima de otro, como un castellers hagiográfico de esta majareta España, herética y mártir, santa y casquivana, que trae de cráneo a cualquier valiente que ose poner los pies sobre su piel de toro.
Aparecen los homenajes del ejército de joselitistas -¡reniego de llamarlos gallistas!- que, por unas horas, un día tal vez, una semana a lo sumo, presumen de fervor al astro, más como pavistas, petulantes y ridículos, a semejanza del pavo real, que como aquellos gallistas que, aún con la familia comiendo mendrugos de pan, eran capaces, sin mala conciencia, de empeñar el colchón por ver a su José dar lidia y muerte a un par de galafates.
El gallista siempre ha sido un fulano hambriento de toros al que la afición le dolía más que la barriga.
Unos, fijarze bien -así chasquea, con los ojos vueltos, como en trance, mi vecino, el currista, antes cuando toreaba Curro y ahora sólo cuando pasa una tia, buena o no, por la calle-, si son joselitistas, que a modo de homenaje, montan tertulias con la temática diversificada, a lo informe semanal: mezclando una liturgia sagrada, que es para el Cossío lo que la última cena para la Biblia, como es el doctorado del rey de los toreros, el bautismo negro del mayor mito del toreo, con el cincuenta aniversario del cobarde suicidio belmontista. Gallistas, vosotros, ¿de qué?
Por ahí anda también Abella, que es -ista de todo bicho viviente que sea azulejable, mandamás venteño al que se le hace la boca agua por suceder en el trono de Porcelanosa a la Preysler, y que volvió a correr la cortinilla para inaugurar, oh sorpresa, un azulejo en las Ventas, se supone que en memoria de Joselito, ideólogo de la Monumental. Y mire usted por donde, otra vez aparece el fantasma del pasmo trianero, ensuciando el mural cerámico.
En Sevilla, en el ciclo de charlas taurinas en honores a Gallito, como llamaban a José los madrileños, el tertuliano que abría ciclo no tuvo idea mejor que dedicarle su comparecencia, anunciada por los sevillís a bombo y platillo, al toreo de Belmonte, de Emilio Muñoz y de Pepín Liria, coronando tan desafortunado alegato con la exhibición de una fotografía gigante en una sala de la Maestranza, en plan power point, de una cornada al Capea...
Para esto ha valido la cultura en los toros, para que un tertuliano, que es la profesión que todo buen padre quiere para sus nenes, empiece hablando del Gallo y acabe en el Capea ante la fascinación del personal, que tuitea a través del iphone "hoy soy más culto que ayer, pero menos que mañana, RT por favor."
Los medios tampoco se escapan del gallicidio. Periodistas cuyas plumillas se disuelven -menos mal que efemérides hay pocas y el día a día lo van liquidando con un "Juli importante" o "robo presidencial"-  en  pomposos y artificales elogios mientras enumeran la vida, obra y muerte del maestro de Gelves en un par de minutos, o cuatro lineas, a lo Maldini, el buda tiquitaquero de la cuatro, cuando glosa las biografías para la guía del As del portero suplente de Ruanda o del killer de Macedonia, que tiene nombre de yogurt del Lidl. Sin ningun pudor y con dos cojones un día te cascan una oda al toreo poderoso del menor de los Gómez Ortega y al día siguiente piden matarile para los miura y declaran a los adolfos moruchos inmateriales de la humanidad en la Unesco, sin entender que al fin y al cabo son de los escasos bichos que tienen un poder que atemperar, una casta con la que lidiar, toros que son una ola del campo, que dice Quintano. Ola que nada tiene que ver con la que hacía el pùblico pipero en el coliseo de Nimes, ola a la algarabía resultadista del desoreje, que es la ola de las redacciones taurinas por la tarde y de las suits del Wellington en la madrugada.
¿Acaso toman a los aficionados por atunes, por lo de tontos y desmemoriados?
 ¿Como pueden enaltecer un tipo de toreo que ellos mismos tratan de echar por tierra?
 Hipocresía pura y dura, todo sea por vendernos el vespino gripado del arte.
 El que dice que el July es el sucesor en la Tierra de Joselito, hoy nos cuenta, con falsa emoción, la semblanza de cuando al sevillano le dió vergüenza lo visto en corrales y exigió a la empresa toros de mayor respeto para la afición. Ea, lo mismito que su Gallito de Velilla, que es como el parchis, que un día se comió una de miura y ahora se cuenta veinte. La corrochana que también se apunta a la teoría dinástica de que el July es la rama más directa del gallismo, y que describía hace poco a un cuvillo que no acusaba demasiada invalidez y que no era bobo del todo, como un "cuvillo cabroncete", rememora, como tomada por el espíritu de Luis Fernández Salcedo, la corrida de los siete toros de Martínez. Corrida que por cierto, ha salido estos días de la boca de muchos joselitistas que no dudaron en rebajarla a la burda representación nimeña del toreo veintiunesco. Como ese magnífico biógrafo de Joselito que nunca ha dudado en tachar al torista de chusma y de freaky, cuando es evidente que existe una estrecha relación entre los gustos y teoremas de la "morralla" torista con la ética y el compromiso adquirido con el oficio por parte del diestro cañí.
 Aquí el menda, gallista de nacimiento, desde que el cirujano en vez de cortarle el cordón umbilical le hiciera un torniquete, no presume de gallismo con la farándula, ni acude a lugar alguno en el que se nombre a Joselito en vano.
No cabe, entiendo yo, orientado por el catecismo de don Gregorio Corrochano, mayor homenaje que cada día a eso de las cinco, exigir el toro con trapío, casta, yerbas y arrobas. Gallismo es demandar que el hombre que se enfrenta a la fiera corrupia, lo haga conforme a unos cánones que no son otra cosa que una serie de reglas para equilibrar la balanza entre las ventajas que se ha encargado de otorgar al artista el toreo moderno, y los desalentadores obstáculos a los que debe vencer el garlopo. Gallismo es reinvidicar que el matador lo sea en la calle y en la plaza, admirando su orgullo y torería, aplaudiendo su honradez y santificando su chulería.
Y Gallismo es, por supuesto, si se da todo lo anterior, doblar las manos y entregarse por completo, embriagado por los aromas del toreo clásico, puro, ortodoxo o como quieran llamarle, a un torero que, en ese dichoso momento, está haciendo el mayor homenaje que se le pueda hacer al rey de los toreros. Y que se mueran los joselitistas.
¡Viva Joselito el Gallo y viva los Gallistas!


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