[5/10] Es normal que los padres quieran que sus hijos continúen las tradiciones familiares y que enriquezcan el pedigrí. Eso es lo que le sucede a Jo con su hijo Tom, un chico de trece años que es muy bueno con las matemáticas pero un poco miedoso para el rugby. Durante varias generaciones, los Canavaro han sido una leyenda de ese deporte en un pequeño pueblo de la campiña francesa, y ahora la torpeza del chaval amenaza con romper la racha… a lo que se suma la venta del campo municipal donde entrenan. Por eso, en la historia de “Mi hijo y yo”, Jo trata de hacer un equipo para que su hijo haga valer su apellido, con la ayuda de algunos amigos y de ciertas triquiñuelas un tanto infantiles. De esta manera, Philippe Guillard dirige una película sobre la superación personal de padre e hijo, con un retrato tan bondadoso y bienintencionado como carente de fuerza y convicción.
La amistad y los buenos sentimientos son el soporte sobre el que se levanta esta comedia amable y costumbrista. Vemos que Jo es un buen hombre y un padre que ha tratado de educar a su hijo desde la muerte de su mujer; a su vera ha acogido pacientemente a Pompon, hombre inseguro y de cortas luces que se le ha pegado como su sombra; y cuando los problemas arrecian, siente la ayuda de un viejo amigo que regresa desde Nueva Zelanda en compañía de un jugador de rugby… y también de una irlandesa que llega dispuesta a comprar las instalaciones deportivas para levantar una fábrica. Es un entorno complaciente y solícito al que se contrapone el grupo de los malos del pueblo, liderado con un Frontignan que a su vez tiene un hijo con buenas condiciones para el deporte en cuestión. Esquematismo y simplicidad de personajes, contraste y caracteres que evolucionan sin convicción para este duelo de rugby que encierra también otro familiar de más calado.
La historia avanza sin energía ni credibilidad, con un guión que deja ver sus carencias en la construcción de los personajes, que no engancha al espectador ni sabe muy bien a dónde se dirige, que avanza sin sorpresas en una trama que se adivina a la legua, tanto en la vertiente deportiva como en la afectiva. El personaje de Pompon es tan patético como poco gracioso, el Chino es inverosímil como del subdirector de la escuela y tópico como donjuán, y el resto no pasan de meras marionetas -véase a Frontignan o al Tuercas, al maorí o a la señora que flirtea con Pompon- que giran en torno a un padre que sigue llorando a su esposa y la ausencia de sueños de grandeza en su hijo. Excesiva y afectada en sus aspavientos es la interpretación cómica de Gérard Lanvin… aunque es más bien defecto del guión, lo mismo que las de sus amigos y comparsas; por su parte, Karina Lombard está demasiado fría, tiesa y solemne, y no llega a transmitir los sentimientos que su comportamiento supone.
La cinta avanza sin arrancar risas ni emociones sinceras, con algún ralentí y flash back innecesario porque el pasado nunca tiene peso, y con una música lacrimógena que sin embargo no llega a conmover. El partido final de rugby o la arenga en el vestuario están rodados sin alma ni tensión, de manera plácida y convencional, y el desenlace es tan impostado y artificial como todo el metraje de la cinta. Por eso, desde la honestidad de una historia agradable y sin pretensiones, “Mi hijo y yo” resulta una comedia fallida que apenas deja nada en la memoria ni en el corazón del espectador, con personajes que buscan la autoestima a través de un equipo de rugby, lo mismo que un amor que les ayude a olvidar el pasado y a perder el miedo al futuro.
Calificación: 5/10
En las imágenes: Fotogramas de “Mi hijo y yo”, película distribuida en España por Emon © 2010 Gaumont y TF1 Films Production. Todos los derechos reservados.