Me quejo (y mucho) de que mi madre mima a mis hijos. Una abuela-cid-campeadora en toda regla (que para eso es de Burgos) frente a mis venas madre-coraje-niño-cómete-las-espinacas-y-lávate-los-dientes-3-minutos-exactos que creo nos salen a todas por muy reguleras que seamos (te lo copio, MadreYmás, que es perfecto).
De lo que no me quejo (y a veces ni me entero) es de que a mi madre, sobre todo, le gusta mimarme a mí.
Me lo ha dicho muchas veces, bloqueando la entrada a Imaginarium o arrastrándome a la peluquería en plena rabieta mamá-dame-tú-de-comer-que-el-abuelo-no-sujeta-la-cuchara-en-el-ángulo-correcto.
Cuando vamos a Madrid, además de ocuparse de que todo esté a punto para los niños, mi mamá me mima. Mucho.
Mimarme a mí no significa que se ocupe del niño para que me dé una ducha o vaya al médico, no no. Para ayudar siempre hay alguien. Mimar es otra cosa.
Mimar es procurar que me olvide de mi vida de maruja-coraje-entregada (y a veces al borde de un ataque de nervios) unas horas. Es llevarme de compras (y cortarme la entrada a la sección de niños de Zara), invitarme a una sesión de ¡ostras!-si-sigo-siendo-mujer-y-atractiva (peluquería, manicura, pedicura…aunque vayan a durar dos días), hacerme creer que el tiempo para mí existe (allí en algún lugar remoto, recordado por un rímel nuevo que apenas me pondré o una crema antiarrugas con tecnología súperchachi que desperdiciaré por equivocación alguna mañana en el culito irritado del bebé), que la moda no se limita al nuevo catálogo de Gocco (con un bolso nuevo en el que no caben juguetes ni pañales o una sandalias divinas pero nada pensadas para correr detrás del niño que se ha echado a correr detrás del castor que se estaba desayunando la trona retro de madera auténtica de su hermano)…etc.
Son cosas que no necesito (¿seguro?) y que no tienen nada que ver con los niños. O sí, porque hasta cierto punto los alejan unos momentos del foco de mi atención. Caprichos.
¿Una frivolidad? Puede parecerlo. Pero estos mimos van mucho más allá del ponerse guapa o tener cosas nuevas. En estos momentos de mi vida en los que me siento muchas veces desbordada y desamparada, sola, incomprendida, agotada y todas esas cosas que forman parte de una maternidad realista, la sensación de que hay alguien con su atención enfocada a ti en exclusiva de la misma manera que la tuya está enfocada a tus hijos, no tiene precio. Saber que alguien te “protege” de tus propios hijos (o de tirarte al vacío por ellos) en vez de estar tomándote la medida por lo coraje que eres como madre (y cuanto más sacrificio y más esfuerzo y más altruismo mejor), no tiene precio.
“Son tus niños, tus bebés, y los quieres más que a nada en el mundo. Yo los quiero con toda mi alma… pero mi niña, mi bebé, eres tú.”
Después de casi 3 semanas en Madrid, entre algodones (con señora de la limpieza que cocina y adora a los niños, que lleva muchos años en casa y les ha visto nacer), la vuelta al mierdapueblo ha sido un shock.
El tiempo, una mierda: 10º y lloviendo sin parar y los niños desquiciados porque se habían acostumbrado a la piscina, al sol, a otros niños y les ha sabido a poco.
Mi marido al principio feliz. Ahora tiene la misma cara de ¿qué-está-pasando-aquí? que debió de poner algún antepasado durante el desembarco de Normandía.
Mi cerebro atrofiado (otra vez pensar en menús, hacer purés, lavadoras, la compra…).
Y ya no huele la ropa al suavizante de mi casa.