Tres días después de la final del mundial es mucho lo que se ha dicho y escrito al respecto. El merecido campeonato de Alemania, el inmerecido Balón de Oro de Messi, la pesadilla brasileña, el vampirismo de Suarez, la sorpresa de Costa Rica, el teatro de Robben, la revelación de James y miles de recuerdos más que nos deja un mes dedicado a lo más importante de las cosas menos importantes. No voy a hacer un análisis del mundial pero sí comentar lo que a nivel personal me ha dejado este Brasil 2014.
Para empezar voy a señalar que me considero culpable del fracaso de la selección española. Mi formación de ingeniero me demuestra que, siguiendo el método científico, como hincha del futbol soy gafe, mufa, mala suerte o como se diga en cualquier parte del mundo. Cuando en el 2002 llegué a Barcelona para estudiar la maestría, el Barça, equipo al cuál sigo desde el mundial 82, tuvo una de las peores campañas de todos los tiempos: quedó en sexta posición en la liga y ello precipitó la salida del antipático Van Gaal. En la siguiente temporada, la del 2003-2004, con la dirección de Rijkaard y la magia de Ronaldinho, el Barcelona terminó segundo, en el inicio de lo que sería el camino del éxito de los años posteriores. Pero cuando esto sucedió, yo ya estaba de vuelta en Lima y disfruté del subcampeonato a la distancia.
En ese año de mi regreso al Perú, Universitario de Deportes, mi equipo de toda la vida, quedaba relegado al quinto y cuarto lugar en cada uno de los dos torneos nacionales. La “U” no volvió a campeonar hasta el Torneo Clausura del 2006. Para entonces, yo ya había retornado a España para trabajar y tampoco pude festejar de ese título.
Para el 2010, año en el que por primera vez España se proclamó campeón del mundo, yo ya residía en Bilbao, pero la ciudadanía española recién la obtuve en el 2012. Este año en el que con plenos derechos y deberes podía oficialmente hinchar por “la Roja”, la goleada de Holanda y la derrota con Chile me certificó que el destino me tiene negado cualquier celebración futbolística.
A pesar de ello, tal como lo dijo Vargas Llosa durante la campaña presidencial del 90 antes de un clásico peruano, “soy hincha del buen fútbol” y desde 1982 trato de seguir todos los partidos de los mundiales a pesar de mis responsabilidades estudiantiles y/o laborales o de alguna inexcusable actividad mal planificada por su organizador. Pero para esta copa me encontré con un problema adicional: sólo ponían un partido por fecha en televisión abierta y la otra empresa de cable -la que yo no tengo- ofrecía la exclusividad de la transmisión de todos los encuentros.
Había que buscar un bar para poder ver los partidos. Cabe aclarar que si bien esto podría ser algo muy fácil de solventar en cualquier ciudad, en la localidad en donde vivo, un pueblo de no más de dos mil habitantes situado en la Euskadi profunda, se convirtió en una tarea al estilo de Indiana Jones en busca del Templo de la Perdición. No porque no los hubiera –podría no haber farmacias, iglesias o comisarias, pero el territorio español debe tener el mayor número de bares per cápita del mundo- sino porque la pasión por un deporte en el que no juega el País Vasco pasa prácticamente desapercibido. Para confirmar lo anterior –otra vez el bendito método de ciencias- les pongo un ejemplo: en el único quiosco de periódicos y revistas del barrio, tuvieron que devolver los paquetitos con las figuritas del álbum Panini porque nadie los compraba.
Volviendo a mi búsqueda, encontramos un bar que ponía el futbol pero que, ciñéndose a las normas del municipio, cerraba a las 22:30. Varios de los partidos empezaban recién a las 22. “Podemos dejar que te quedes hasta que termine el primer tiempo” me dijo de forma amable el camarero, preocupado más en cerrar caja que en atender al extraño forofo. Ahí estaba yo, sólo, con mi kalimotxo, la pantalla en silencio y con la lista de Spotify “bilbainadas y canciones de la tierra” haciendo de música de fondo.
Con el primer tiempo finalizado me retiré del local, pero impaciente, me aventuré en encontrar algún otro bar en el que pudiera terminar de ver el partido. Y supongo que como la primera vez que Hiram Bingham vió Machu Picchu o como el suizo que redescubrió Petra, el Birjilanda se me abrió de par en par con una enorme pantalla a un extremo de su barra, produciendo en mí una felicidad incalculable. Además tenía mucho ambiente: familias que cenaban, amigos que charlaban, parejas embelesadas. Pero nadie ponía atención al fútbol.
Así que me senté en una de las meses, pedí otro kalimotxo y me dispuse a disfrutar, otra vez solo, del juego mundialista. Más de una noche repetí el ritual y fui tan asiduo que me llegaron a tratar con cariño, me servían la copa sin pedirla y hasta subían el volumen del televisor para escuchar la narración y los comentarios de las jugadas. Así es como han conseguido un nuevo cliente fiel.
Finalmente, el mundial no sería lo mismo sin la competencia que se forma entre los amigos por ser quien más acierte con los resultados de los partidos. El Prode argentino o la Polla peruana son motivadores para disfrutar de insufribles encuentros hasta el último minuto. Hay gente que estudia con detalle sus pronósticos, revisan cuánto pagan las casas de apuestas y analizan la historia y las estadísticas deportivas. Yo hice el mío en quince minutos, completando los marcadores por inspiración divina, y colocando algún score arriesgado que me permitiera tomar ventaja sobre los demás.
El resultado final era de esperarse. No sólo terminé en la segunda mitad de la tabla –la parte de abajo- sino que incluso en alguno luché hasta el final por evitar el último lugar. Podría decir que en muchos partidos tuve el resultado exacto hasta el minuto 90, pero varios goles llegaron en los descuentos y con ello los tres puntos se convirtieron en cero para desgracia propia y alegría de otros.
Con todo, la desolación que siento desde el lunes espero que poco a poco se disipe y que los amistosos, la liga, la supercopa, los partidos de clasificación a la Eurocopa y cualquier evento parecido aplaquen el síndrome de abstinencia que sufrimos los fanáticos al cierre de la cita mundial por excelencia. En cualquier caso, ya queda menos para Rusia 2018.
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