Revista Cultura y Ocio

Mi relato para el taller de escritura de literautas

Publicado el 19 mayo 2016 por Yolandat @bt_yolanda

Este mes de mayo he podido encontrar un hueco para participar en el taller de escritura que organiza el blog de Literautas. El tema del texto era libre pero, como condición, debía incluír las palabras museo y arena. Además, si aceptabas el reto adicional, también tenían que aparecer las palabras tormenta, cartero y loro.
Aquí te dejo el resultado. Espero que te guste.
 
UN MOTIVO PARA VIVIR
MI RELATO PARA EL TALLER DE ESCRITURA DE LITERAUTAS
Tendido en la cama, Iván observaba la penumbra sin poder dormir. Otra vez.
   Las horas pasaban lentas cada noche, sin concederle descanso. A su lado, algo inquieto, dormía su único hijo, David, de ocho años. Todavía tenía pesadillas, aunque ya habían pasado tres años desde que su madre les dejara. «La vida es muy injusta», pensó Iván mientras le acariciaba la frente.
   La luz de un relámpago se coló por lo agujeros de la persiana, iluminando la madrugada y los muñecos de StarWars que su hijo tenía repartidos por toda la casa. En seguida, el sonido de un trueno rompió el silencio y la lluvia empezó a caer con fuerza. Iván sonrió con tristeza. Le gustaban las tormentas. Le recordaban a ella y le hacía revivir el día en que se conocieron.
   Elia...
Había sido un mal día. El coche no había querido arrancar, en la oficina nada salía a derechas, le dolía la cabeza y la nariz parecía un grifo abierto. Sólo quería llegar a casa y meterse en la cama. Pero un fuerte chaparrón le sorprendió nada más salir del trabajo.
   Sabía que no le convenía acabar empapado así que, muy a su pesar, se metió en el primer edificio que vio, el Museo del Libro. Estaba lleno de gente, aunque la mayoría, que permanecía en la entrada mirando al cielo, simplemente se resguardaba de la lluvia. Incluso el cartero del barrio, que tenía fama de hacer su trabajo contra viento y marea, estaba allí.
   Tanta gente le agobiaba. Pensó que sería una buena idea dar un paseo por el interior. Hizo un recorrido por la historia del papel hasta llegar a la sala donde se exponía una réplica exacta de la imprenta que inventó Gutenberg. Se sentó en un banco, cansado y tiritando, mientras contemplaba aquella maravilla. sin darse cuenta, se quedó dormido.
   Un leve zarandeo, acompañado de una voz femenina, le devolvió a la realidad.
     —Oye, tienes que irte. El museo va a cerrar.
   Iván levantó levemente la cabeza y se topó con unos ojos verdes que le miraban con cierta preocupación.
   —¿Te encuentras bien? Yo diría que tienes fiebre.
   Él intentó incorporarse pero le dolía todo el cuerpo.
   —No te muevas, ahora vuelvo.
   La chica regresó con una pastilla y un vaso de agua y se los ofreció.
     —Es paracetamol. Te ayudará a llegar a casa, ahora que no llueve.
   Iván se la tomó sin protestar y se incorporó.
   —Gracias —dijo con un hilo de voz. Salió del edificio casi arrastrándose.
   Unos días más tarde, ya recuperado, volvió al museo. Esperaba encontrar a la joven que le había ayudado. No recordaba bien su rostro, pero sí sus ojos. Recorrió diferentes zonas hasta que dio con ella, en la sala de miniaturas.
   —Hola —dijo algo nervioso.
   —Hola, ¿puedo ayudarte en algo?
   —Bueno, en realidad, ya lo hiciste.
   Ella le miró fijamente y, de repente, pareció recordar.
   —¿Eres el chico enfermo del otro día?
   Iván notó que se sonrojaba y asintió.
   —Quería agradecerte lo que hiciste.
     —No hace falta. —Hizo un gesto con la mano para quitarle importancia al asunto.
   —Creo que hice lo que debía. Me alegro de que ya estés mejor.
     —Gracias. Esto... Me preguntaba si... si aceptarías que te invitara a tomar un café, como muestra de agradecimiento.
   —Pues la verdad es que no... —Sonrió al ver su cara de decepción— Prefiero un té.
   Fue la mejor tarde de su vida. Ellos aún no lo sabían pero, desde aquel día, sus vidas se unieron para siempre.
   O eso creía él. Un dolor profundo le oprimía el pecho al pensar en cómo la enfermedad se la había arrebatado. Fue un duro golpe pero, incluso durante aquellos largos meses, ella se encargó de prepararle para lo peor. Le proporcionó el chaleco salvavidas que le había permitido seguir adelante sin rendirse.
   De repente, el molestoso loro empezó a hablar y despertó a David. Iván no lo soportaba pero fue un regalo de los abuelos y el niño lo adoraba.
   El pequeño saludó a su padre como de costumbre:
   —Buenos días, C3PO.
   —Hola, R2.
   Después, ambos se dirigieron al baño y David giró el reloj de arena que le marcaba el tiempo que necesitaba para lavarse los dientes. Iván se quedó mirando sus pequeños ojos verdes reflejados en el espejo. Eran los ojos de su madre. En ese instante, la sintió cerca y recordó, como cada mañana, el motivo por el que merecía la pena seguir viviendo.

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