Michèle Maurin (Costa Rica, 1954) es una fotógrafa de la vieja escuela en el sentido más romántico del concepto, de viajar por el mundo buscando ese instante único a medio camino entre el documento y la estética. Aparte, su obra es el doble de valiosa gracias a la técnica implicada, procesos metódicos en el que el revelado juega un papel relevante y/o decisivo.
Pero es normal cuando tienes a tus espaldas más de veinte años de carrera y exposiciones, y algún que otro premio que confirman lo que muchos piensan.
En la muestra que actualmente alberga la galería madrileña Blanca Berlín, encontramos a una artista centrada en sus exóticos viajes, donde Bolivia cobra importante protagonismo por ser el centro de su último libro: Corazón de Bolivia. El suyo es un recorrido al alma de un pueblo, desde sus tradiciones al imaginario folklórico que cautiva al extranjero, así como la presencia y la influencia de la naturaleza en el día a día de sus protagonistas.
Nada nuevo, se puede pensar de buenas a primeras. Y sería cierto si la clave no estuviera en el revelado posterior, en el que Maurin apuesta por la interacción con metales raros o de gran valor. Así, podemos encontrar oro, uranio, selenio y otros tantos productos que, al mezclarse con una emulsión en plata y posteriormente virarse de forma distinta en cada ocasión, convierte el resultado en una pieza tan única como la atmósfera resultante.
Paisajes, retratos, arquitectura… todos pasan por un filtro distinto que se convierte en un reconocible sello que, aparte de disfrutarse, lucha contra la producción masiva que caracteriza a otros fotógrafos más comerciales. En pocas palabras, es un conjunto bello, honesto y auténtico.
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