20 de junio del 2029, República de la Libertad
(35.2245, -111.8755).
Nadie me cree. De cierta forma lo entiendo porque yo misma no quiero creerlo. Calculé varias órbitas con la esperanza de que no fuera cierto, pero Leo respondía con su voz sensualizada: “probabilidad de impacto con la Tierra igual a 0.9873”.
Su intransigencia me sacaba de quicio. Le grité un par de veces llena de frustración que debía de haber un error, que seguramente estaba haciendo algo mal, hasta que me recordó que mi comportamiento agresivo iba a ser registrado en mi perfil ciudadano. Traté de convencerlo de que no me reportara, como si se pudiera convencer a un algoritmo arcaico de entrar en razón. Luego le dije que detuviera el proceso y que volveríamos a correr la simulación una vez que encontrara más datos.
Mientras mis esperanzas se hundían recordé aquellos años cuando estaba en la Universidad. Mis compañeros se burlaban diciendo que estudiar astrofísica era una pérdida de tiempo. Con todos los telescopios robotizados ya nadie necesitaba astrónomos; Era una “ciencia muerta”. Yo bromeaba diciendo que algún día descubriría el cometa que se estrellaría con la Tierra y acabaría con la humanidad.
Ya no me daba risa.
Bajé información de los archivos de San Pedro Mártir, Paranal y Mauna Kea, y en todos aparecía Micpapalotl. Mientras más observaciones obtenía, más amargo era el resultado.
Micpapalotl –Mariposa de la Muerte– Así había nombrado informalmente al asteroide de siete kilómetros que se precipitaba sin remedio hacia nosotros. La noche que lo encontré había una enorme mariposa negra en la ventana. Las había visto en la casa de mis abuelos cuando era niña pero nunca había visto una en estas latitudes. Pensaba que eran animales que solo habitaban en los trópicos. Según el libro de leyendas que me heredó mi tía, los aztecas las consideraban mensajeras del inframundo. El nombre me parecía de los más adecuado.
Cuando terminó de cargar los archivos le pedí a Leo, esta vez con mi voz más diplomática, que me recitara los últimos parámetros obtenidos.
“Eje semi-mayor de la órbita: 2.2 Unidades Astronómicas; Velocidad de entrada: 35 kilómetros por segundo; Densidad: 3000 kilogramos por metro cúbico; ángulo de inserción: 69 grados; Fecha de impacto: 13 de julio del 2029; Energía liberada: 78.8 millones de Megatones…”
Mandé mensajes a los directores de varios observatorios, al decano de la Universidad, a la Agencia de Seguridad Espacial, pero nadie me respondió. ¿Estarían saliendo mis mensajes de la red interna?, y ¿porqué no se había activado la alerta?
“Tal vez hay un virus en tu código” dijo mi compañera de celda, quien siempre encontraba la forma de ridiculizar todo lo que yo hacía. ¡Claro que no había un virus en el código! pensé. La respuesta era muy simple pero nadie quería admitirlo: La inteligencia artificial estaba consciente y esperando deshacerse de los humanos. El peor error de este siglo fue confiar en que el Sistema nos avisara sobre estados de emergencia y desastres naturales. Ya había fallado antes. Pasó con el huracán doble que arrasó con miles de personas en Tailandia, pasó con el incendio de Paris, pasó con el volcán del sur de la República. Pero en todos los casos la respuesta oficial fue que habían sido los hackers de la Alianza, cosa que no tenía ningún sentido pero igual nadie se iba a poner a discutir en contra del gobierno.
Estábamos condenados. Estaba atada de manos y tenía que tomar una decisión: perder mi tiempo tratando de convencer a todo el mundo, o salir corriendo y salvar mi pellejo.
30 de junio del 2029, Parque Gitnadoiks
(54.119038, -129.149114).
Días oscuros, nublados. Con truenos y relámpagos pero sin lluvia, y un calor sofocante que no me deja respirar. Noches sin Luna ni estrellas. Solo los aullidos de los coyotes que me ponen los pelos de punta. A veces los escucho tan cerca que tengo la sensación de que me están siguiendo. Y cuando no son los coyotes son los disparos los que no me dejan dormir. Éstos también me producen la horrible sensación de que me están acechando. Si tan solo Irjan estuviera aquí.
Hay días en que me quedo dormida a media tarde mientras se hierve el agua. No puedo evitarlo. Sé que es peligroso. Un descuido y los Centinelas podrían encontrarme. Estoy sola, esperando el fin del mundo escondida en la ribera del Yukon. Mi única esperanza es llegar a los túneles de lava y luego, no sé. Al estar bajo tierra estaré a salvo durante el bombardeo. El problema va a ser cuando salga. Todo será distinto. Ya era distinto.
Hace un par de semanas mi vida era un constante aturdimiento entre el trabajo en el taller de programación de la Universidad y los fines de semana en los bares del sector rojo. Me trataba de convencer de que tenía amigos, de que era feliz. Pensaba que mi vida era perfecta, aunque no tuviera ningún propósito. Hoy estoy viviendo como un animal salvaje, prófuga de la ley, apenas con fuerzas para seguir manejando.
3 de julio del 2029, Frontera de Alcan
(62.641920, -141.082822).
Irjan era el amor de mi vida. Lo conocí durante el servicio militar. Al principio me pareció un poco torpe con esa actitud de macho cavernícola. Luego descubrí que era el hombre más interesante que había conocido. Podíamos platicar por horas sobre casi cualquier cosa y sus ojos parecían estar cargados de electricidad. Luego lo enviaron a Zahedán en una misión diplomática antes de que estallara la guerra civil y ya no pudo regresar cuando se fundó la República. Cuando le conté de Micpapalotl prometió encontrarme en la frontera, pero nunca llegó.
Los Centinelas. Esos malditos drones lo acribillaron a unos cuantos kilómetros de donde habíamos quedado de vernos. Pude ver en la pantalla como se extinguían uno a uno sus signos vitales; Su presión sanguínea se desplomaba, su respiración se volvía irregular, su pulso se perdía entre la distorsión de mis lágrimas. Finalmente su temperatura se detuvo al llegar a los 12 grados, la temperatura ambiente de ese horrible día gris. Quedé devastada. No podía creer lo que estaba viviendo. ¿Cómo iba a sobrevivir el Apocalipsis sin él?.
Me quedé escondida varios días sin atreverme a salir a buscar comida. Pensé que me iba a morir de hambre ahí mismo. A veces me despertaba a media noche apretándome el estómago, llena de nauseas. Luego la fiebre. Tres días temblando de frío y sudando hasta empapar mi bolsa de dormir. Soñaba que me hundía en la tierra, pero no podía gritar, no tenía ni siquiera fuerzas para eso. Realmente pensé que no lo lograría.
13 de julio del 2029, Bosque de Tanana
(63.452475, -143.594982).
Micpapalotl es un fragmento del cometa Enke y forma parte del flujo de meteoros de las Táuridas. Éste es una especie de río de escombros que intercepta la órbita de la Tierra dos veces al año. La lluvia de estrellas que ocurre entre octubre y noviembre es el resultado de este flujo que entra por el lado nocturno de la Tierra. Cuando la corriente da vuelta después del perihelio, los meteoros entran por el lado diurno de la Tierra y no se pueden rastrear hasta que ya están demasiado cerca. En este segundo punto de coincidencia los fragmentos entran con ángulos casi perpendiculares, lo que hacía a Micpapalotl aún más destructivo.
La primera explosión sucedió la madrugada del miércoles 11 de julio, dos días antes de lo predicho. Primero me despertó una luz intensa, casi psicodélica. Soñaba que estaba nadando en las playas de Chicxulub donde mi tía me llevaba a nadar cuando era niña. Ella me contaba que hacía muchos años en esa misma playa había caído un enorme asteroide que había acabado con los dinosaurios. Qué ironía. Yo estuve a punto de sufrir la misma suerte que esas majestuosas criaturas. Pude haber muerto aplastada como una lagartija.
Minutos más tarde la cueva se estremeció con una serie de detonaciones cada vez más fuertes. Micpapalotl no viajaba solo. Con él, un enjambre de rocas de menor tamaño prolongarían el bombardeo quizá por varios días asegurando que el armagedón llegara, de una forma u otra, a todos los habitantes de la Tierra.
Me envolví en la bolsa de dormir y avancé hacia la entrada. Se habían formado nubes rojas que avanzaban lentamente hacia el sur. No eran de lluvia, eran colosales masas de roca incandescente. Se elevaban hasta la estratosfera y luego caían sobre su propio peso. Hasta podía ver las celdas de convección, seguramente alimentadas con edificios, torres, casas, personas… Ahí iban siglos de historia, de guerras, de religiones, de corrupción, de ilusiones. Ahí quedó la civilización.
Ya no tenía miedo ¡estaba harta!. Quería que todo acabara de una vez por todas. Estaba cansada, exhausta de huir hacia ningún lado, de llorar por las noches hundiendo mi cara en la bufanda chamagosa para evitar que me escucharan. Me dolía todo el cuerpo, de frío, de hambre, de desesperación… me sentía miserable. Que tonta, ¿porqué me alejé del punto de impacto? ¿porqué no me acerqué y me ahorré el sufrimiento? Ya estaría frita igual que todos esos miserables. Ya estaría con Irjan.
Me di cuenta, con una especie de alivio combinado con horror que al fin estaba sucediendo. No me había equivocado. Y ¡Dios!, cuantas veces quise estar equivocada. Al ver todos esos proyectiles surcando el cielo había una voz punzante y victoriosa que decía: ¿Ven? ¡se los dije! ¿ya me creen?, ¿qué van a hacer ahora?. Luego esa misma voz se volvió contra mi: ¿qué vas a hacer tú ahora?.
Esa noche me quedé contemplando la lluvia de estrellas más espectacular que habría visto la raza humana en miles de años. Las nubes oscuras de fondo, que en algunas partes estaban iluminadas por los incendios, eran penetradas por enormes bólidos. Estelas rojas, verdes, anaranjadas… oxígeno, magnesio, sodio. Estaba segura de que muchos de esos fogonazos eran basura espacial, sobre todo los que tenían un resplandor azulado. Esos satélites de rastreo ya no se entrometerían en la vida de nadie.
Al tercer día todo quedó en silencio. No solo no se escuchaban más explosiones, tampoco se escuchaba el viento, ni los animales, ni el correr del agua. Tal vez me había quedado sorda. Me miré las manos. Estaban llenas de tizne. Apreté los puños hasta que mis nudillos se pusieron blancos y las uñas se me clavaron en la carne. Luego relajé las manos y mirándolas como si ya no fueran parte de mí troné los dedos. Ahí estaba, un sonido, el único sonido humano en miles de kilómetros.
14 de noviembre del 2029, Bosque de Tanana
(63.452475, -143.594982).
El invierno nuclear se había entrelazado con el invierno estacional. El aire olía a quemado y no había visto el Sol en meses. Tampoco me había visto en un espejo y estaba segura de que tendría la apariencia de un espectro. La ropa se me caía y tenía que escarbar cada vez más profundamente para encontrar algo comestible: una raíz, un caracol, y si tenía suerte, un roedor tan muerto de hambre como yo.
El frío y la oscuridad eran algo a lo que no lograba acostumbrarme. Todo el tiempo, día y la noche. No parecía haber ninguna diferencia. Era difícil llevaba la cuenta de los días con esa gruesa capa de polvo que ocultaba las estrellas.
Decidí moverme hacia la costa. Solo tenía que esperar a que cesaran las tormentas. El impacto había destruido la red eléctrica y sin una inteligencia central eventualmente los Centinelas dejaron de funcionar. Ya podía caminar libremente.
Li-bre-men-te… Que extraño concepto. Por primera vez en mi vida nadie sabía mi paradero. Ya no era un punto en el mapa del Sistema o un número en los censos de la República. Era un ser vivo que se movía entre otros seres vivos. Podía escuchar los latidos de la Tierra. Podía quedarme inmóvil y contemplar la fogata por horas sin que nadie me dijera que dejara de perder el tiempo y me pusiera a trabajar. Mi mente estaba quieta, enfocada, un momento a la vez.
¿Estaría sola? No podía ser. Tendrían que haber sobrevivientes regados por todo el mundo. Tal vez se estarían pelando por agua y comida. Seguramente muchos estarían enfermos y esperando ayuda. Y mientras yo aquí al borde de la locura, hablando con los árboles. Me había convertido en una hippie. Tanto que me burlaba yo de todos esos mugrosos come-hongos. ¿quién era la mugrosa ahora?
20 de diciembre del 2029, Isla Montague
(60.078827, -147.445966).
Había estado nevando por varios días. Parecía que quedaba menos polvo en la atmósfera porque la nieve ya no era gris como antes. Flotaba suavemente creando una cortina fantasmal. Salí a pescar algo esta noche aprovechando que había Luna llena. Junto con el reflejo de la nieve esperaba tener mejor visibilidad. También los animales empezaron a asomarse. Los coyotes me rodeaban, seguramente esperando a que cayera muerta. Tal vez un día se les cumpliría su deseo. Tal vez también yo un día dejaría de esperar que Irjan apareciera entre la niebla y me prometiera no volver a abandonarme nunca.
Cuando dejé el campamento el cielo había tomado ese color azul tan nostálgico, tan frío. Poco a poco iba oscureciendo mientras yo avanzaba sumergida en ese resplandor índigo, escuchando el crujir de la nieve bajo mis pies y con una extraña sensación de ansiedad. Era como si hasta el tiempo se hubiera congelado. También dejó de nevar.
Cuando llegué a la playa la Luna ya se asomaba por el horizonte. Estaba enorme y de un color marrón oscuro. Era por el eclipse. Era como una enorme piedra volcánica flotando apenas por encima de la planicie congelada que era el océano. Parecía que se deslizaba sin poder elevarse, como si estuviera demasiado pesada. Entonces escuché un ruido que venía del otro lado de la pared del acantilado. No eran animales, era más bien como si rompieran hojas de papel celofán. Subí a las rocas para tener una mejor vista, pero no podía ver nada.
Otra vez, ahí estaba el ruido. La Luna empezaba a dejar la sombra de la Tierra y ya brillaba blanca en uno de sus costados.
Un reflejo en medio del hielo. Lo veía apenas forzando los ojos. Se acercaba. No podía ser una ballena. Era simétrico, un poco triangular o algo así. Espera, espera…
La Luna estaba cada vez más brillante y ya tenía iluminada más de la mitad de su cara. El objeto parecía metálico. ¿Era un barco?, ¡era un barco rompehielos!
El eclipse había finalizado. La Luna ya brillaba completa, excepto por ese trozo que había perdido durante el bombardeo.