Es difícil arrepentirse de un error cuando se desconoce que se ha cometido.
No hay nada a su alrededor que le produzca motivación alguna, tan sólo el paisaje que ofrece un viejo bar, oscuro y cerrado a cal y canto desde hace años. El salón tiene unos ochenta metros cuadrados; él está sentado en el medio tratando de recordar. Cree que debajo de la manta de polvo que cubre los desgastados estantes, antes llenos de botellas, puede desenterrar algo, lo que sea, y por eso no quiere acercarse ni tocarlos. Se pone en pie, pierde la mirada unos segundos, que podrían ser horas, contemplando el vacío y la ausencia.
Los recuerdos no pueden florecer en el polvo y sin ellos no hay errores que reconocer. No hay que culparse de nada, por ello, Benjamín saldrá de un bar olvidado perseguido hasta la salida por los recuerdos que allí se esconden.
Y los recuerdos lloran, están tristes porque Benjamín no los quiere recordar y los ha enterrado entre polvo y telas de araña, pero también lloran porque Benjamín no ha aprendido nada, porque tiene otros planes para un lugar que vale mucho más por lo que guarda que su valor en dinero. Lloran porque todo tiene un precio.