CÓMO VAMOS A FINGIR QUE NO HA CAMBIADO NADA (I)
De uno a diez, siendo uno “Me irritan”, y diez “Me encantan”, indique el sentimiento que le inspira la música del grupo Astrud. Tres. Está bien, quizás cuatro. No sabría decir. Lo cierto era (suponiendo que la cuestión anterior se la hubieran planteado a principios de 2002) que encontraba un poso arrogante en las primeras canciones de Manolo y Genís, como si todos aquellos arabescos vocales en los que cualquier cosa era posible después del verso anterior evidenciaran un esfuerzo demasiado explícito por establecer una línea invisible entre ellos y los demás; un cortafuegos snob que se valía de la ironía para planear, sin mojarse, sobre la superficie de la tragedia. Y además (no dejaba de ser otra intuición poco elaborada), algo en su interior se rebelaba contra el hecho indiscutible de que el dúo nadaba en el champán de la admiración de tantos, que como implorando ser rescatados del omnipresente magma de la mediocridad, elevaban sus brazos hacia ellos con el gesto de un náufrago.
La manifiesta aversión hacia los empollones de la clase; creo que, más o menos, se trataba de algo así: la espectacular irrupción mediática del debut de Manolo Martínez y Genís Segarra había inspirado en él un arraigado sentimiento de indiferencia (yo diría que no del todo exento de cálculo) que desde luego no era lo más común en aquellos años. En lo que se refería al grupo barcelonés, casi todo el mundo daba por válido el viejo axioma de “no existen términos medios: o los amas o los detestas”, y el dúo efectivamente polarizaba como pocos otros la admiración más exaltada y el rechazo más absoluto. Pero él no los detestaba, o por lo menos no se sentía cómodo en esa definición: lo que él sentía era algo que aún requería de una cierta elaboración, un juicio que no resultaba ni mucho menos tan sencillo de dictaminar, y que a falta de tiempo o de la curiosidad necesaria, quedaba aplazado hasta que argumentos de más fundamento dictaran sentencia, en uno u otro sentido.
Tal vez este no sea el mejor modo de empezar. Hubiera sido mucho mejor hacerlo por el principio, pero distinguir entre lo relevante y lo intrascendente nunca me pareció sencillo, más aún cuando el tiempo se empeña en diluir a su capricho los contornos entre una cosa y otra. Podría haberme valido del clásico esbozo del veinteañero consumidor compulsivo de música pop, recurriendo a adjetivos como cínico, sentimental o apasionado, pero tampoco estoy seguro de que eso le definiera mejor, por ejemplo, que el hecho de que la única virtud que concediera a aquellos primeros Astrud fuera su innegable singularidad. A fin de cuentas, si admitimos como válido el modo en que ser seguidor de tal o cual grupo nos caracteriza ante los demás, también deberíamos ser capaces de hacerlo con todos aquellos cuyas objeciones respecto a aquellos grupos aún daba para el reconocimiento de una personalidad propia.
Aquella era una actitud que ciertamente no denotaba un excesivo entusiasmo, pero que sí apuntaba a una de las cuestiones más relevantes en torno al dúo: el modo en que su música había conseguido trascender la cuestión del estilo, y había acabado por definir una de las entidades más insólitas de un panorama musical en plena convulsión. De la misma forma en que no es necesario que te guste la voz chillona de Rusell Mael para adorar a Sparks, tampoco era necesario abandonar el lastre de las objeciones que Astrud le inspiraban para apreciar la unicidad de un grupo que se situaba fuera de todos los cánones conocidos en nuestro país: más allá de las incuestionables influencias (desde The Magnetic Fields hasta Pet Shop Boys, de Javier Corcobado a Pulp), y aun cuando la de Manolo no fuera precisamente la mejor, había que reconocer que la pareja de músicos había logrado aquello tan complicado de encontrar su propia voz.
¿Entonces, el problema era suyo? Sí y no. No era ni mucho menos el primero en manifestar su rechazo ante la pomposidad de “Miedo A Una muerte Estilo Imperio”, una canción que, a su juicio, sobrepasaba los siempre recomendables límites del ridículo, pero sospecho que en el fondo dudaba de si bajo todo aquel rigor no se escondería también una terrible falta de sentido del humor… ¿Blanco o negro; o los amas, o los detestas? Posicionarse respecto los grupos de los que todo el mundo hablaba nunca había supuesto un problema para él, y de hecho, su entorno solía más bien reprocharle el modo tan tajante con que administraba tanto cinco estrellas como billetes –sólo ida- al mismísimo infierno. Astrud le planteaba, sin embargo, el incómodo trance de determinar cuánto había de ironía kitsch y cuánto de ripio desacomplejado en algunas rimas como no se habían oído desde Mecano, y la difícil tarea de dilucidar si lo de versionar el conocido “Bailando” de los belgas Paradisio era una genialidad o simplemente un número de gran espectacularidad pero escaso riesgo, cuyo fin último era epatar al burgués. La casilla del “no sabe, no contesta” era un subterfugio -plenamente válido- con el que distraer su incapacidad para entender el éxito de un grupo que le dejaba (tanto uno como el otro) profundamente desconcertado, y despejar la incógnita de aquella ecuación suponía un esfuerzo tan innecesario como poco urgente. La cosa quedaba suspendida hasta nuevo aviso. De uno a diez, siendo uno “Me irritan”, y diez “Me encantan”, indique el sentimiento que le inspira la música del grupo Astrud. Tres. Cuatro. No sabe. Y en el fondo, creo que es verdad: no lo sabía.
(continuará…)
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