El Gobierno lleva tiempo recortando en educación, sanidad, servicios públicos, ayuda a la dependencia… Sorprendentemente, no ha pasado nada. Ni siquiera el déficit, la gran excusa, consigue reducirse en proporción. La vida sigue, eso sí, más lastimera, dura y difícil de sobrellevar cuando el margen de maniobra ya era escaso. La crisis, por poner un nombre que explique parte, sólo parte, de lo ocurrido en estos últimos años, ha puesto patas arriba el estado del bienestar hasta que ha caído la última moneda de los bolsillos del ciudadano.
Sólo queda un sector todavía pujante, con buenas perspectivas de futuro donde labrarse una carrera aunque sea a base de patadas y zancadillas, faltas y fueras de juego que rara vez son pitados. Sí, el fútbol. Francisco Camps, ex presidente de la Generalitat valenciana, dejó a su sucesor un caramelo envenenado, avales impagados mediante por parte de los tres primeros clubs de fútbol de la comunidad autónoma. Y mientras permitimos, aunque protestemos, que el poder recorte en todo, queda un campo prohibido: el fútbol. Y ellos lo saben. El fútbol nos mantiene democráticos, amansa la fiera que despierta cuando nos quitan las urgencias nocturnas, los servicios de ambulancia o el tratamiento a inmigrantes sin papeles. El fútbol tiene un poder beatífico y redirige la indignación hacia el medio centro, hacia el equipo contrario, hacia el entrenador, hacia el árbitro arbitrario, incluso hacia los jugadores, a los que se les adoctrina para relativizar, incluso entender, el enfado de la afición tras un mal partido o un resultado adverso.
Y sí que protestamos por los recortes en lo imprescindible: gritamos, escribimos pancartas en la calle y blogs en casa, tuiteamos ira y compartimos imágenes-protesta que señalan a aquellos que han traspasado la línea Maginot de la decencia. Pero, mientras haya fútbol, podrán seguir campando por sus anchas en ese terreno sembrado de sobres, contabilidades B y dinero negro regularizado en una amnistía fiscal a la carta.