Revista Cultura y Ocio

Mil dolores pequeños

Por Calvodemora
Mil dolores pequeños
Uno cree tener los pies en el suelo, pisar tierra firme, cuidar de no tropezar y sentir la seguridad de que conocemos el camino o de que, en todo caso, estamos alerta por si se interpone un obstáculo o surge un imprevisto. Es la cabeza la que está en el aire, flotando, mecida por el primer viento que se le cruza, inevitablemente zarandeada por las inclemencias del azar, que suele ir a lo suyo y no se deja gobernar y desoye la voluntad de quien le habla. En el fondo, no es mal sitio el aire. La visión que ofrece es más entretenida. Incluso uno acaba fortalecido de ese acto malabarista. No hay día en que todo salga como lo planeamos, ninguno que no ofrezca un roto en el traje con el que nos lanzamos a la calle. Los años nos enseñan a manejarnos bien en las alturas, nos dan confianza. Lo que incomoda a veces es la seguridad, la rutina, la placentera sensación de que todo sucede como dispusimos. Se está más vivo en situaciones de riesgo. Para estar plenamente convencido de esa circunstancia hace falta haber estado muchas veces en situaciones de riesgo y haber salido indemne o con un daño soportable. No es posible que vayamos a la cama sin que se haya abierto una pequeña herida y se haya cerrado otra. Puertas que se abren y puertas que se cierran. Conozco métodos más o menos fiables de capear estas vicisitudes. Los uso a diario y reconozco que, en ocasiones, dan resultado. Cuando no lo dan, se las ingenia uno para que no hieran en demasía. Pienso en las veces en que lo malo o lo muy malo acabó desvaneciéndose. Un amigo al que ya no veo sostenía que la vida es un luchar continuo. Que no hay tregua. Que hasta los momentos dulces, los buenos, los que perduran en la memoria y nos hacen sentir mejor, son distracciones que nos preparan para la batalla. A un dolor que no soportamos le da por permitir que otro mayor nos perturbe de modo que invariablemente hacemos caso del que acaba de llegar y dejamos el otro de lado. No estamos preparados para sufrir, no hay escuela que enseñe a intimar con el dolor y domeñarlo. La alegría es otra cosa. Es fácil trasegar con ella. Se la lleva de paseo y se enseña a los amigos, pero no sabemos cómo mostrar el miedo y el vacío que a veces nos atenaza. Contamos con los que amamos y los que nos aman, pero no se resuelve en esa compañía el alivio absoluto. La cabeza, que es un bicho un poco cabrón, tiene sus propias normas y te sacude a conciencia. No hay piso firme al que asirse. El aire es el camino, imagino. La posibilidad de izarse, de volar, de ponerse en manos de unos globos. Uno de esos globos es la escritura, Auxy. A la escritura le encomiendo la cura. Le dejo que me lleve. A los días que valen por muchos se les bajan los humos pensando en ellos, dándoles acomodo en la cabeza. Los días dulces no precisan escritura alguna. Siempre sostuve que se escribe desde la incertidumbre. Hay que escribir en el aire. Uno se cuenta la vida desde esa altura inmarcesible. Contada a ras de suelo, vista en esa perspectiva, no ofrece una narración que complazca. 

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