Pórtico iglesia monasterio de Veruela
La poesía requiere de auténticos militantes, de seres entusiastas con capacidad para el sueño y que, a su vez, sepan moverse en la realidad, una realidad especialmente hostil --indiferente, más bien, lo cual es una forma de hostilidad-- a la poesía. Acabo de vivir una experiencia de dos días a la sombra del Moncayo. Entre Litago, Trasmoz y el monasterio de Veruela. Invitado por Trinidad Ruiz Marcellán y por la Asociación Cultural Olifante he cumplido, al fin, uno de esos deseos que se van aplazando sin saber muy bien por qué a lo largo de la vida. El Moncayo ha sido siempre un nombre que he vinculado a mi formación poética. Inseparable de los versos sorianos de Antonio Machado y de Gustavo Adolfo Bécquer, imagen mítica en la lejanía desde la carretera que enlaza Tarazona con Tudela, visitar sus pueblos, perderme por las carreteras que los unen o que se acercan a la cima, eran algunas de mis asignaturas pendientes. El Festival Internacional de Poesía Moncayo que acaba de concluir (y que ha sido dedicado a Gabriel Celaya en su centenario) ha sido la puerta que me ha ayudado a acceder a esas tierras, a vivirlas y, de manera muy especial, a quererlas a través de sus gentes, sobre todo de aquellas que, conducidas e impulsadas por Trinidad, han colocado la poesía en el centro de sus vidas. Hace ya tiempo, escribí una entrada en Al margen a propósito de la Casa del Poeta de Trasmoz. Entonces pensé de lejos en la posibilidad de disfrutar allí de una estancia. Ahora, tras gozar de la hospitalidad de quienes animan y dan vida a ese proyecto, creo que esa posibilidad se puede convertir en probabilidad. Y, no tardando mucho, en realidad. Veremos.
La lectura de los poetas aragoneses en la iglesia de Litago, la experiencia de compartir mesa y lectura con un Antón Castro al que acabo de descubrir como un gran poeta y con un Ángel Guinda en su plenitud creadora en un espacio tan cargado de significados como el monasterio de Veruela ha sido un regalo impagable. Tanto E. como yo nos hemos sentido abrumados por la belleza del monasterio, de su iglesia, de un claustro extremadamente singular. Y yo he sentido, con un regocijo casi infantil, una extraña felicidad nacida de la unión del momento que estaba viviendo con veranos remotos en el Madrid de mi adolescencia, cuando, en autobús, me dirigía a comer a casa de una tía carnal que vivía en la calle de Hermosilla: en aquellos viajes siempre me acompañaba un libro hermoso, inolvidable: la edición de Austral de las Cartas desde mi celda, escritas por Bécquer, como todo el mundo sabe, en algún lugar no identificado (los expertos no se acaban de poner de acuerdo sobre la ubicación de la celda) de ese monasterio.
Detalle del claustro de Veruela. Foto de E.
Y hubo noche de brujas o de embrujamiento en Trasmoz. Con Luigi Maráez, artista polifacético y cantautor de voz aterciopelada, visité, en la noche del viernes, su particular museo cargado de misterio, de puertas a la muerte y de alegorías y cantos a la vida. No se trata de un museo, es verdad, aunque cumpla también esa función. Es su casa, la casa que comparte con su compañera, cantante de voz maravillosa, llena de matices, Âlime Hüma: ese hogar que ha ido construyendo a lo largo de cuatro años en el que su historia y la historia de la cotidianidad de la comarca del Moncayo se ha integrado con la de la muerte gracias a la recuperación de objetos de toda índole: lápidas encontradas en parajes solitarios, abandonados, esquelas mortuorias, muñecas de aspecto apacible y, por ello, inquietante, cruces, efigies de santos y de demonios, huesos, calaveras, féretros, grabados, cuadernos, juegos, instrumentos musicales, rejas, puertas de camposantos, relicarios...Un mundo vive en la casa de Luigi, un mundo perturbador, de una belleza maldita y esplendorosa a la vez. Cuando, aquella noche (era la madrugada) recorríamos con él las habitaciones de su casa-museo, estuve a punto de desterrar mi escepticismo respecto a los límites de la vida y de la realidad, a punto de creer en las brujas de Trasmoz, en las leyendas de Bécquer. Me vi, a la vez, en medio de un paisaje surrealista, de un cuadro pintado a la limón por Dalí, Zurbarán, Valdés Leal y Picasso. Y después, cuando, en el interior del coche que, de vuelta a nuestro alojamiento, avanzaba atravesando la oscuridad por la estrecha carretera que une Trasmoz con Litago, miraba a través de la ventanilla el paisaje de sombras, pensé que en cualquier recodo del camino podían esperarnos las ánimas de la conocida leyenda de Bécquer.
Vitrina con muñecos en la casa de Luigi
en Trasmoz
Olifante, Trinidad Ruiz Marcellán, su compañero Marcelo, Ángel Guinda, Pilar Castro, Luigi Maráez, Manolo Forega, Antón Castro, tantos otros, son, tras este festival, parte de mi familia. Son (¡otra más!) la evidencia de que allá donde hay gente dispuesta a dejarse la piel por la poesía, ésta acaba formando parte de la realidad, integrándose en el paisaje. Además de la belleza del Moncayo y de la soledad de sus pueblos diminutos tengo nuevas y poderosas razones para volver: todos ellos. Gracias. En un mundo gobernado por la furia especuladora de los mercados, se agradece infinito la humildad de la poesía y la hospitalidad generosa y desinteresada de tantos poetas. De tantos amigos.
Así nos invitó Trinidad a rendir homenaje a Gabriel Celaya a los poetas presentes:
"En un mundo que cree imprescindible lo necesario yconsidera necesario lo superfluo, las palabras de Gabriel Celaya ondean como una bandera de paz,solidaridad y salvación: "Poesía para el pobre,poesía necesaria como el pan de cada día".Alimentos, sí, también para el espíritu. Poesíacargada de valores para rehumanizarnos, paramejorar el mundo.."