Los poetas acostumbran a hablar de los ojos del corazón cuando intentan explicar lo que a simple vista no se entiende, como en el caso de personas extraordinarias que acaban uniéndose a otras que a nuestro particular juicio no las merecen. Pero siempre juzgamos demasiado a la ligera y sin conocimiento de causa, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta el tipo de sociedad que estamos creando entre todos. Una sociedad basada en la apariencia, en la que tienen cabida barbaridades que en otro tiempo nuestros abuelos ni habrían podido llegar a imaginarse por muy profetas que fuesen.
Hasta no hace mucho, las personas se medían por sus méritos académicos o por sus logros profesionales. De un tiempo a esta parte, parece que han pasado a medirse por su cantidad de like’s o de seguidores en sus redes sociales. Parece que ya a nadie le importa lo que hagamos ni el esfuerzo que tengamos que dedicar en cada una de esas cosas que hagamos, sino únicamente si lo publicamos y tiene resonancia en la red. Cualquier iluminado puede llegar a millones de personas en todo el mundo simplemente colgando sus miserias en un vídeo en Youtube y, lo que resulta aún más indignante, conseguir que le paguen por seguir haciéndolo. En cambio, montones de jóvenes que han dedicado toda su vida a prepararse a conciencia para desarrollar la profesión escogida, se ven abocados a la precariedad y los abusos de un mercado laboral en declive desde hace años. ¿De verdad nos interesan más las chorradas que unos cuantos freakies cuelgan en internet que mejorar la calidad de nuestras empresas valorando e incentivando en su justa medida su potencial humano? ¿De verdad nos gusta que en Alemania o en Inglaterra se beneficien del trabajo de nuestros ingenieros, de nuestros médicos o de nuestras enfermeras, mientras nos echan en cara que somos un país de camareros?
Todo apunta a que somos un país muy poco inteligente, en el sentido de que invertimos una cantidad ingente de dinero en formación para luego dejar que esos profesionales, una vez formados, se vayan a trabajar a otros países. Porque somos incapaces de encontrarles un sitio en el que desarrollar su potencial. En cambio, tenemos profesiones que parecen destinadas a extinguirse porque hay muy pocos planes de formación en su campo. Para cubrir esas vacantes, pese a la elevada tasa de paro actual, las empresas tienen que seguir recurriendo a importar mano de obra extranjera. ¿No sería más fácil impartir más planes formativos en los sectores de actividad que de verdad son necesarios y elevar la nota de acceso a estudios universitarios que luego no tienen apenas salida en España?
Está claro que, pese a la evidencia, en esta historia hay demasiados intereses creados como para permitir que cambien las cosas. Las universidades no dejan de ser un negocio muy rentable y no van a dejar que disminuya su número de matriculaciones anuales. Que esos chicos lleguen a cumplir sus sueños o se estrellen contra ellos, les importa muy poco.
Lo que cuenta son las encuestas de satisfacción, los incrementos de porcentajes de matriculaciones respecto a años anteriores, el puesto alcanzado por cada universidad en el ránking de las mejores, etc. Todo apariencia. Porque las vidas que hay detrás de todas esas cifras podrían contar historias muy diferentes y, a veces, muy dolorosas.
Lo mismo ocurre en el mundo de la imagen. La moda, la televisión, el cine. Desde nuestro sofá nos parece que nos venden un mundo fantástico, plagado de personajes idílicos a quienes no les sobra ni un gramo de grasa ni les falta ningún centímetro de altura. Modelos espectaculares, galanes guapos a rabiar, curvas perfectas, rostros angelicales, músculos perfectamente delineados. Nada en absoluto que objetarles. Salvo que todo en ellos es pura apariencia, muchas veces auxiliada por la magia del Photoshop.
Los profesionales de la medicina, la psiquiatría, la psicología, la educación o la sociología, llevamos años alertando de los peligros de difundir una imagen tan irreal de las mujeres y de los hombres en la prensa, en la televisión, en las redes sociales, en internet en general y también en las tiendas de ropa y complementos. Porque medir 1,75, tener una talla 34 y pesar menos de 50 o 60 kilos, no debería ser un ejemplo de mujer ni de hombre ideal, sino de persona enferma. La belleza no tiene por qué medirse en centímetros de altura, de pecho o de cintura. Tampoco tendría que tener un rostro ni una masa muscular determinada. Bastaría que fuese un reflejo de lo que esa persona es y aspira a llegar a ser.
No vemos con los ojos, sino con la mente. Y muchas veces, cuando estamos frente al escrutinio del espejo, no vemos la imagen de nosotros mismos que éste nos devuelve, sino lo que creemos que queremos ver. Si nos han envenenado de publicidad engañosa y nos han hecho creer que nuestra "escasa" estatura y nuestro "excesivo" peso en la báscula no se corresponden con la imagen ideal a la que aspiramos, es muy fácil que al asomarnos a ese espejo no nos reconozcamos y decidamos evitarlo. Porque si no nos vemos, nos resulta más fácil ilusionarnos con la idea de que estamos más cerca de ese ideal de lo que pensamos. Vamos a comprarnos ropa y nos decantamos por prendas que a todas luces nos van ir pequeñas, pero somos incapaces de reconocerlo, porque no lo queremos asumir. Nos negamos rotundamente a sentirnos "gordas" o "gordos", pero no advertimos que nuestro peso en realidad es normal. Lo que no es normal es que haya un hombre o una mujer que pueda caber en esa prenda que acabamos de adquirir.
El día que pretendemos estrenarla nos damos cuenta, finalmente, que no cabemos en ella. Pero, en lugar de ir a cambiarla a la tienda, lo que hacemos es ponernos a dieta. Porque, nos cueste lo que nos cueste, tenemos que conseguir esa imagen ideal.
Si este comportamiento resulta tremendamente absurdo en un adulto, cuando es un o una adolescente la que entra en este círculo vicioso, esta distorsión de la realidad puede llevarles incluso a la muerte. Jugarse la vida por conseguir caber en una talla 34, ¿merece la pena? A los 14, a los 17 o a los 21 años, ¿de verdad no hay causas más nobles por las que morir?
Se habla muy poco de ello en las noticias, sin duda porque en la industria de la moda también hay fuertes intereses creados para que las cosas no cambien, pero la anorexia es ya el trastorno psicológico con mayor índice de mortalidad en España.
Quizá deberíamos empezar a mirarnos todos al espejo y a aceptar que somos algo más que un rostro más o menos agraciado, con más o menos arrugas, con marcas de acné o con huellas de unos cuantos años. Nuestra vida no se merece que la maltratemos del modo en que a veces lo hacemos y nuestro cuerpo se merece un poco más de respeto del que le propinamos.
Dejémonos de apariencias, de quimeras, de escenarios de cartón piedra y de emular a muñecas rotas por su propia ambición de alcanzar unas estrellas que siempre brillarán a años luz. Porque lo imposible sólo se puede rozar por un tiempo limitado. Después se desvanece sin remedio.
Atrevámonos a ser las personas que somos, con nuestros cuerpos imperfectos, pero sin avergonzarnos, ni privarnos de comer, ni jugarnos la vida.
No vivamos para agradar a los demás. Aprendamos a hacerlo para agradarnos a nosotros mismos. Cuando alguien consigue aceptarse a sí mismo tal cual es y sentirse satisfecho con la imagen que le devuelve el espejo, su bienestar se refleja en los demás, llegando a contagiarles su dicha. Si conseguimos transmitir esas buenas vibraciones a los demás nada tendremos que envidiarle a ningún freaki con millones de visitas en su canal de Youtube, ni a ninguna bloguera de moda famosa, ni a ningún participante de realitys televisivos. Porque sus like’s son tan efímeros como su apariencia, mientras que nuestro bienestar y los frutos que cosechemos de nuestros esfuerzos diarios por desarrollar nuestra vida familiar y profesional, los mantendremos por siempre.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749