Revista Arte

Mirar desde dentro

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

Mirar desde dentro

¿Cómo hablar del Holocausto? ¿Cómo no se debería poder hablar del Holocausto? Pocos episodios de la historia han generado una reflexión tan dolorida, tan constante, tan grave, sobre los límites del lenguaje artístico para hablar del mundo.

Los límites de hecho: hasta dónde llega la capacidad del lenguaje para contar cosas, hasta qué punto hay cosas que no se pueden llegar a narrar, a explicar, porque son en el sentido íntimo de la palabra inexplicables, innombrables, inconmensurables. Los límites morales también: qué cosas tenemos derecho a hacer y qué tenemos la obligación moral de no hacer, en relación no sólo con el peor rostro del mal, sino también con la dignidad de la memoria y con el dolor, la de los supervivientes y sobre todo la de los muertos. Ante la memoria del Holocausto, la reacción de la sensibilidad humana es paradójica. Por un lado, tendemos a relacionarnos con el mundo a través de palabras y de imágenes, confiamos en ellas para cauterizar el mal, para mantener la memoria viva, por ser plenamente humanos. Hablar es la forma humana de vivir. Pero, al mismo tiempo, por otro lado, notamos casi físicamente la existencia de unos límites que en el fondo invitarían al silencio. La paradoja entre la necesidad de hablar y la dificultad de hablar.

Desde la misma nota introductoria, sabemos que Anna Rossell inicia su aproximación literaria y poética al mundo del Holocausto desde la plena conciencia de esta tensión entre el silencio y la palabra. La tensión entre la afirmación de Adorno de que no hay poesía posible después del Holocausto -que incluye, implícitamente, la afirmación de que no hay poesía posible sobre el Holocausto- y la necesidad vital de gritar la palabra poética a la que nos empuja el dolor y la compasión. Y como ocurre siempre, la salida de esta tensión es estrictamente individual, cada uno encuentra el lugar para su propia voz. Es posible el silencio. Nada que objetar. Pero también es posible la palabra. Lo que no es posible es cualquier palabra. Quien decide, con todo el derecho, hablar del Holocausto ha decidido obviamente que se puede hablar de él, pero en general ha decidido también que no se puede hablar de él de cualquier manera. Que hay maneras posibles e imposibles. Cada uno fija las suyas. Pero todo el mundo es consciente de que las debe fijar. Que hay que pensar cuáles. Y esta no es una elección sólo literaria, es una elección moral. Es el caso de Anna Rossell, diría, que se enfrenta a esta cuestión con un grado particularmente alto de conciencia y de sensibilidad. Hablar del Holocausto no dicta sólo un tema. Dicta también una forma.

Mirar desde dentro

Anna Rossell ha elegido una expresión, en sus poemas, austera, seca, esencial. Sabe que en estas formas de hablar del Holocausto hay límites peligrosos. La evocación del mal y del dolor rehúye el uso de la retórica, la construcción barroca, el énfasis sentimental. Se debe evitar, diría, la poetización del Holocausto: que aquellos abedules, aquellas llanuras, aquellas nieves, se nos acaben convirtiendo en un paisaje poético en el sentido tradicional del término, poseedor de una hermosura que consuela. Se debe evitar la morbosidad, porque el exceso de detalle difumina el conjunto. Pero se debe evitar también la generalización estadística, la mirada a vuelo de pájaro, porque un drama de seis millones de personas son de hecho seis millones de dramas, cada historia individual es un drama completo, los números sólo son estadística, se necesitan nombres y personas, situaciones. Diría que Anna Rossell encuentra lo que busca y que es tan difícil de encontrar: construye poemas breves, precisos, como relámpagos o instantáneas paradas en el tiempo, capaces de penetrar en la gente. No es el poema de quien mira. No es una narración. Es un flash, una fotografía interior, siempre con sabor a fragmento. Si quien decide hablar del Holocausto sabe que no se puede hablar de cualquier manera, Anna Rossell encuentra su manera. Y consigue que la hagamos nuestra, que la compartamos. Con todos los sentimientos que incluye y que evoca.

Diría que el libro de Anna Rossell está escrito desde la compasión. Sé que la utilización del término es peligrosa. A menudo va asociado a un tipo de discurso edulcorado y moralizante: si así fuera sería empalagoso. No lo es en absoluto. Compasión en el sentido de ponerse en la piel del otro. De ser el otro. De aceptar y querer ser el otro. La mirada compasiva es aquella que se pone en el lugar de la persona, que no la observa desde fuera, desde la piel, sino desde la entraña misma. Tal vez por eso algunos poemas están escritos en primera persona, como si estuviera allí. Porque está allí. Escribe para estar allí. No para evocar el sufrimiento del otro, sino para compartirlo. Para ser el otro por un instante. También esto es la compasión. La pasión compartida. Anna Rossell ha escrito un libro de poemas honestos, que no rehúye el problema inicial, la tensión entre la necesidad de hablar y el riesgo de encontrar la manera. Busca y encuentra su manera. Por eso no es una voz superflua ni redundante ni intrusa. Es una voz sincera, de emotividad contenida, de conocimiento y de inteligencia. De humanidad. Porque en el fondo el tema del Holocausto es el tema de la humanidad. La capacidad humana de hacer el mal. El sufrimiento humano. La capacidad de cada persona de ser todas las personas. No es un libro sobre ellos, antes y allá. Es un libro sobre nosotros, aquí y ahora.

AUSCHWITZ-BIRKENAU. LA PRADA DELS BEDOLLS / LA PRADERA DE LOS ABEDULES.

Prólogo de Vicenç Villatoro


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