Autor colaborador: Dr. Diego Sánchez Meca,
Catedrático de Historia de la Filosofía Contemporánea,
Universidad de Madrid (UNED), España
Nuestro mundo -ahora ya globalizado- se mueve y avanza nerviosamente impulsado por la utopía del crecimiento económico y tecnológico indefinidos. Pues mucha gente espera de este avance, con mayor o menor conciencia, la solución de todos los problemas que nos plantean nuestras limitaciones físicas y psíquicas, y los retos que surgen de nuestra vida en sociedad. De un modo u otro se cree que este crecimiento indefinido permitirá por fin a la humanidad, en algún momento futuro más o menos próximo, alcanzar la completa satisfacción de su continua búsqueda de felicidad. Y aunque esto pueda ser sólo un mito, o una fantasía, se trata, en realidad, del mito más extendido y operativo de nuestra época, y el que goza de mejor salud en una civilización que se jacta de haber dejado atrás las supersticiones y los autoengaños para guiarse sólo por la luz de la razón.
El desarrollo del modelo capitalista y los espectaculares avances científico-técnicos que se han producido en los dos últimos siglos han transformado de manera importante a las sociedades actuales, pues han hecho que aumenten los niveles de vida allí donde han logrado desarrollarse con éxito. Los índices de bienestar material se han visto elevados muy considerablemente si se los compara con los de los países no capitalistas, o que han permanecido en sus formas de producción y de distribución tradicionales. El logro de la riqueza, por lo tanto, el disfrute de los productos de consumo cada vez nuevos que ofrecen los mercados y la competitividad han impulsado esta utopía de un crecimiento económico y tecnológico indefinidos presentándose como los medios definitivos para conseguir una vida feliz. No es discutible, pues, que la tecno-ciencia, por un lado, y el capitalismo por otro han creado un entorno nuevo en el que las condiciones materiales han mejorado de manera constante.
También es cierto, sin embargo, que este desarrollo ha tenido efectos menos positivos que forman parte del funcionamiento mismo del sistema, como la lucha de clases, la inestabilidad, las crisis, las desigualdades actuales, los riesgos de todo tipo que se siguen de los mismos avances científicos y tecnológicos, en particular la destrucción imparable y cada vez más preocupante del medio ambiente. Al servicio del mercado, el objetivo último de la tecnología es transformar el mundo natural, refractario o indiferente a nuestros deseos, en otro que resulte tan coincidente con nuestras aspiraciones y caprichos que no notemos diferencia alguna entre éstos y lo que podamos obtener de ese nuevo mundo tecnológicamente transfigurado. Un mundo, por tanto, de confort, de comodidad, que nos obedezca sin esfuerzo por nuestra parte, y que se adapte en todo a nuestra imaginación y a nuestra voluntad. Un mundo constituido, en suma, tan sólo por la satisfacción continua de lo que se nos pueda ocurrir y de lo que podamos querer, incluso de aquellas cosas que hubiéramos podido considerar con toda razón inalcanzables.
Todo el conjunto de artefactos tecnológicos o electrónicos comercializados, objetos que nos permiten, por ejemplo, acumular inmensas cantidades de música, películas, fotografías o una biblioteca digital de 25.000 volúmenes en un chismecito que cabe en cualquier bolsillo y cuyas páginas podemos ir pasando con sólo mover un dedo. Toda la variedad de productos informáticos cada vez con más prestaciones y funciones, y cada vez más fáciles de usar, dóciles, sumisos, obedientes, prometen, expresan y ofrecen una felicidad consistente en sensaciones de placer, conmociones de alegría y de sorpresa distribuidas en dosis frecuentes. Todo ello por el módico precio que implica su adquisición y posesión cuando se los compra.
El consumismo, pues, impulsado por la propaganda comercial, ha convertido el poder adquisitivo y los niveles de compra de los ciudadanos de un país en la mejor medida de su grado objetivo de felicidad y de proximidad a la utopía. Porque el poder adquisitivo logrado es lo que justifica el esfuerzo y el duro trabajo, la competitividad y la lucha por la ganancia económica. Ese poder de compra se siente entonces como la justa compensación obtenida para alcanzar y disfrutar de la así merecida felicidad. De ahí el intenso placer que nos produce tirar a la basura las cosas que poseemos y que ya no nos resultan atractivas para comprarnos otras que ahora deseamos. Esta plenitud del disfrute del consumidor es lo que se identifica hoy con la plenitud de la vida.
Andreas Gursky. diptych 99 cent store II. 2001. C Print. © Andreas Gursky
O sea, el volumen de nuestra actividad consumista y la posibilidad de adquirir continuamente nuevos objetos en sustitución de otros, aunque no los necesitemos para nada, es el principal índice con el que se suelen medir hoy distintos elementos de nuestra plenitud de vida, tales como nuestra posición social, nuestra autoestima en el marco de la competición por el éxito, y nuestro mayor o menor sentimiento de autorrealización. En suma, se generaliza la convicción de que las posibilidades de una vida digna, gratificante, una vida que valga la pena vivirse, depende, ante todo y sobre todo, de todo eso que miden las cifras oficiales del crecimiento económico. Las imágenes de la publicidad comercial llenan la pantalla infinita de la sociedad de consumo. El espectador vive en una realidad saturada de imágenes que subordinan su deseo a los fines de la economía del consumo: no hay nada que desear más allá de un cuerpo joven, de la ostentación de un coche de lujo, del glamour de un perfume de impacto. Y los que no compran quedan relegados a la infelicidad.
El problema es que esta utopía tiene consecuencias importantes: la persecución desenfrenada del crecimiento genera un productivismo que destruye el medio ambiente y amenaza con socavar las condiciones de nuestra supervivencia en el futuro. En la declaración final de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, celebrada en Río de Janeiro en 1992, se puede leer esto: "La causa principal de la degradación continua del planeta es un esquema de consumo y de producción no viable, en particular en los países industrializados". Las propuestas que se hicieron, a partir de esta constatación, para preservar la Tierra se quedaron desde entonces en simple papel mojado. Y veintidós años después las cosas han empeorado mucho: las emisiones de CO2 han aumentado un 10% de media, siendo las de EEUU de un 18%. Con la industrialización de China e India, el CO2 aumenta cada año en 8.000 millones de toneladas. El clima se recalienta, el agua potable empieza a escasear, los bosques desaparecen, muchas especies vivas están en vías de extinción, se disuelve la capa de ozono, proliferan las lluvias ácidas, se agotan y contaminan las aguas subterráneas...
En suma, nuestra mentalidad consumista hoy dominante y cada vez más globalizada, tanto en economía como en política, no es capaz de responder a los retos globales que pesan sobre el futuro del planeta. Se tiene la sensación de que la máquina de producción y consumo marcha incontroladamente hacia la destrucción progresiva de las condiciones materiales de supervivencia, y es ingenuo pensar que vaya a detenerse para cambiar su velocidad y su rumbo.
¿Significa esto una crítica retrógrada a la tecnificación y al progreso socioeconómico? Pues no necesariamente. Lo que se debería plantear es la cuestión de cómo continuar mejorando las condiciones de vida de más gente sin hundirla en un modelo productivista-consumista "utópico", y este adjetivo significa en este contexto entonces disparatado, engañoso, mítico y nefasto para la humanidad y para el planeta. Hoy la protección del medio ambiente es un problema mundial, como lo es también la necesidad de justicia social, la paz entre las naciones, la defensa de los derechos humanos, y tantas otras cosas más. Por ello los retos son grandes, porque no se trata sólo de cambiar la mentalidad, sino, más aún, de cambiar la forma de vivir de casi todo el mundo. Y esto no es en absoluto probable que vaya a suceder. No obstante, es urgente mirar hacia delante y buscar alternativas, trabajar en medidas de reorganización y de autoprotección, y combatir esta especie de tanatopolítica anti-ecológica que se practica desde la inconsciencia y desde la miopía que mira sólo el corto plazo.
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