Allá por dos mil diez encontré un trabajo en Holanda buscando a través de internet. La entrevista tuvo lugar muy poco tiempo después de aquella infame final futbolística en España y Holanda, por lo que pensé que no me contratarían. Pero lo hicieron. Disponía de un mes para encontrar casa e instalarme en el país de los tulipanes. No tuve más remedio que localizar mi primera casa también a través de internet, lo cual no resultó nada fácil (esta historia daría para hablar largo y tendido). El caso es que algo encontré, y obviamente obviamente tecleé la dirección en google view para verificar que dicha vivienda existía. Las imágenes mostraban lo que parecía ser una casa de bien, grande de más para los cuatro inquilinos que se supone seríamos y que se alzaba solitaria en medio de la nada. Cuando por fin me personé físicamente en medio de esta estampa, una tarde de octubre en que la lluvia me calaba los huesos y me las veía negras para sujetar a duras penas ora dos maletas de quince quilos ora mis pantalones, que resbalaban hacia abajo por haberse quedado el maldito cinturón olvidado en el control de seguridad del aeropuerto, observé algo extraño: Mientras una mitad de la casa era sobria, rodeada por un jardín en el que un único árbol de hoja caduca destacaba entre el césped mal cuidado, en la otra florecía una colorida orgía de petunias y rododendros. Además había dos puertas.
Llamé a una de ambas y resulta que acerté; se trataba de la entrada correcta. Y poco después averigüé que nos correspondía sólo una mitad de la casa (la del árbol, si quedaba alguna duda). Se trataba de un twee-onder-en-kap, un invento inglés del siglo diecinueve que consiste en construir dos casas independientes bajo un mismo techo, de modo que si no prestas la suficiente atención puedes hacerte la idea equivocada de que se trata de una única vivienda. La razón de ser de este tipo de construcciones es el ahorro: al parecer los costos de hacerlo así son prácticamente los mismos que edificando una sóla casa, pero al final el constructor puede cobrar por dos. A la vista está que en tierras holandesas, con su escaso amor por el gasto y su laxo concepto de la privacidad, la idea pegó fuerte (también debió de hacerlo en los Estados Unidos, acordaos de la casita de Pinkman en Breaking Bad). En España por contra jamás he visto casas de este estilo, que por cierto en nuestro idioma recibirían el confuso nombre de duplex. Supongo que en otras partes de la península los twee-onder-enn-kap causarían el mismo rechazo que en Galicia, donde la casa de campo ideal está precintada por un muro de piedra más impenetrable que el de George R.R Martin. Luego vinieron los adosados (o muchos-onder-een-kap) y éstos si que triunfaron en nuestra tierra, donde gusta especular más que a un tonto a un caramelo. Al fin y al cabo mejor vivir rodeado por una horda de personas anónimas que ese extraño matrimonio con el vecino de al lado que tan poco parece importunar a las gentes anglosajonas.
El caso es que estaba yo el primer día lavando un plato en el fregadero de mi recién estrenada cocina, que tenía una gran ventana que daba al patio de atrás, cuando de pronto noté instintivamente una mirada clavada en mi persona. ¡CHAAAAN! Alcé la vista y allí estaba, observándome fijamente a pocos metros tras el cristal, un hombre mayor de pelo blanco y expresión huraña con una pose más estática que la de las garzas cuando acechan a su presa en el río. Estas cosas siempre dan un sobresalto, que se lo dignan sino a generaciones y generaciones de películas de terror. Y el caso es que cuando lo descubrí, el indiscreto observador no tuvo la delicadeza de apartar ni un ápice la mirada. Así que acabé mal que bien de fregar el plato y me retiré con el rabo entre las piernas: acababa de conocer al ocupante de la otra mitad.
Contrariamente a lo que auguraba esta traumática toma de contacto, el vecino resultó ser agradable. Tenía una mujer que nunca decía nada, o al menos a mi nunca me lo dijo pues no sabía hablar inglés. Y como contrapartida él no paraba de hablar si te lo encontrabas en el portal. Que si su nuera era española, que si la carretilla era un invento holandés, los últimos devenires de sinterklaas en el sinterklaasjournal o que tras toda una vida viviendo en Aalsmeer, sin moverse del sitio, una buena mañana se había despertado en Amstelveen pues por algún motivo habían decidido desplazar ligeramente la frontera y justo en el punto en conflicto se hallaba nuestra casita común.
Tenía sus cosillas, por ejemplo no nos dejaba fumar en el balcón porque claro, también era su balcón. Y un invierno casi le da un infarto cuando una nevada borró los límites entre los dos jardines y mi padre, que estaba de visita, se puso a campar a sus anchas por su mitad, estampando ante los mismísimos ojos atónitos del señor sus pesadas zancadas sobre las petunias cubiertas por la nieve. Pero en general era un buen vecino, nunca protestó demasiado (tampoco hacíamos mucho ruido, todo hay que decirlo) y me traía con una sonrisa los paquetes dirigidos a mi persona, algunos enormes, que el cartero dejaba en su casa.
Mas como en todos los lugares del mundo, este punto entrañable tiende a perderse cuando uno se muda a la ciudad. Por ejemplo en España, a consecuencia de nuestras paredes de papel, nunca falta la típica vieja siniestra que te deleita con una sinfonía de escobazos a las cuatro de la mañana (¿que piso de estudiantes no ha tenido la suya?). Las ciudades holandesas albergan su particular ecosistema urbano, ecosistema que pasó a reemplazar a mi vecino jubilado amante de la horticultura cuando me mudé a Amsterdam. Empezaremos describiendo a los habitantes de mi edificio; cuatro plantas de apartamentitos de cincuenta metros cuadrados. Yo estoy en el primero, vilmente asediado por mosquitos, arañas y graznidos de gansos en celo. Y sobre mi cabeza hacen su vida los siguientes personajes:
Segundo piso: Stephanie Bond
La señorita Bond tiene unos treinta y pocos, treinta y pocos de los de Holanda que como ya habréis advertido son muy diferentes de los treinta y pocos de España. Son los treinta tal y como en mi generación imaginábamos que serían los treinta cuando aún teníamos quince: Los de una persona de provecho que ha dejado las tonterías de la veintena (muy) atrás.
Para más datos mevrow Bond es de color (de color negro por si alguien se preguntaba cual) pues procede de una familia del Surinam, y consultora, lo que pone de manifiesto en todas las juntas de nuestra microcomunidad cuando pide explicaciones hasta por los dos euros cuarenta y cinco de las bombillas de la escalera.
Nuestra mutua comunicación se basa en el emplazamiento de post-its de color naranja en mi puerta, post-its que por defecto vienen en Holandés a no ser que el asunto urja a su redactora, caso en que el texto cambia al inglés como por arte de magia. Aunque puestos a decir toda la verdad, sí que hubo una ocasión en la que tuvimos un poco más de contacto, si es que puede describirse de esta manera. Poco tiempo después de haberme mudado al edificio miss Bond, como todo buen residente en los Países Bajos, tuvo a bien celebrar su fiesta de cumpleaños. Y como manda la etiqueta, anunció el evento a los tres vecinos restantes con un correo que decía que pasásemos por su casa a tomar una copa. Lo que yo no sabía es que en estos casos la etiqueta de vuelta dicta que no vayas. Viene siendo un aviso oficial para que aceptes la fiesta con buen talante y no te escandalices por el ruido. Qué decir tiene que mi interpretación del asunto fue precisamente la opuesta (¡quedará feo que no vaya!), así que sin muchas ganas me presenté en su casa con gran indecisión y una plantita de un euro bajo el brazo. Nadie más lo hizo. No quiero decir que ninguno de los demás vecino apareciese. Quiero decir que nadie más apareció. Nadie de fuera de la familia claro, pues en lugar del típico sarao con música y cubatas se trataba de una cena familiar. De negros. Allí estaban el padre, la madre, tres o cuatro hermanos solteros y un hermano casado en cuyo pack venían una nuera y una niña pequeña que daba vueltas a mi alrededor farfullando en holandés mientras yo tragaba sin apenas mover un músculo el único alcohol presente en toda la fiesta: la latita de heinkeken que sacaron de la nevera especialmente para mi. Os reto a que me describáis escenas más incómodas. No es de extrañar que a lo largo de los años que siguieron la srta. Bond no haya vuelto a anunciar ninguna de sus celebraciones al vecindario.
Tercer piso: El señor Jean Paul Obispo
El señor Obispo tiene su propia entrada en wikipedia, probablemente (muy probablemente) escrita por él mismo. Es completamente calvo, ronda la cincuentena y trabaja en la radio, aunque yo no veo que su voz tenga nada de particular. Por contra las fotografías que encontramos esparcidas a lo largo de la red sí que lo tienen: se nos presenta como el típico señor marchoso que ataviado con traje y unos cascos inmensos fuerza frente a la cámara posturas antinaturales que pretenden ser cool. A pesar de tener nombre de pila francés, J.P. Obispo afirma que su padre es italiano. Además, como todos los habitantes del edificio, es soltero (cincuenta metros cuadrados no dan para mucha fiesta) y esto quedó bien de manifiesto en su actitud de los primeros meses, cuando timbraba para pedir mecheros prestados y en toda conversación trataba de sonsacar datos sobre mi vida con la discreta pregunta "Y además de trabajar… ¿QUÉ haces?". Por fortuna un malentendido lingüístico (sucede en holandés novio/a y amigo/a se designan con la misma palabra) y un primo de visita al que observaba subrepticiamente desde la lejanía acabaron zanjando esta extraña situación.
Un gran misterio envuelve la vida de JP Obispo: quién es la persona que le limpia la casa. En teoría se trata de la/s misma/s persona/s que limpia/n la escalera, pero a causa de mis españolizados horarios jamás me los he encontrado. Y toda pregunta formulada a Jean Paul al respecto cae de inmediato en saco roto: le he planteado ya la cuestión en cuatro ocasiones como mínimo, tanto en persona como por mail (a veces me hubiese venido bien que alguien le diese un repaso a mi casa, especialmente la época en que tuve la espalda fastidiada) y por algún oscuro motivo siempre me da largas (¡justo ahora están en Brasil!) o directamente ignora mis correos.
Para finalizar mencionaré, aunque sea un poco off topic, que de vez en cuando aparece en la escalera una carta del ministerio de justicia dirigida a este señor.
Cuarto piso: Ilse Bakker y John Norecuerdosuapellido
El cuarto es el único piso en el que vive más de una persona. No es de extrañar puesto que es un dúplex (pero un dúplex de los de verdad) y por tanto el doble de grande que todos los demás. A John sólo lo vi una vez en la escalera y ni tan siquiera recuerdo su cara, pues cada vez que hemos tenido juntas (y esto sucede sólo una vez al año) por lo visto se hallaba en Portugal. La señora Bakker, su pareja, es la típica holandesa rubia de entre cuarenta y cincuenta años, con la salvedad de que ella viene en talla sureuropea: es más o menos de mi altura. Se dedica a la fotografía (¿será obra suya el book de Don Obispo?) y además de ejercer de presidenta de la comunidad es la más agradable de todo el edificio. Sólo tiene un problema: Que se va. Su piso está ahora mismo a la venta. Y no es por los gansos ni por las arañas ni por los mosquitos, ya que los nacidos en las holandas parecen ser inmunes a estas vicisitudes. ¿Por qué se marchan entonces? Aquí no hace falta que nos pongamos a especular, pues en cuanto tomaron esta decisión, Ilse y John la comunicaron pertinentemente a todos los habitantes del edificio en un correo electrónico. Este comunicado oficial nos explicaba que tras dieciocho años de grata convivencia y algunos momentos muy felices habían tomado la dificilísima decisión de separarse. A pesar de que todavía se preocupaban mucho por el otro - cito literalmente - el plan era vender la casa lo antes posible y que cada uno se fuese por su lado (él en concreto a Portugal, donde llevaba ya un tiempo viviendo y trabajando). ¡Éste ya tiene otra en Portugal! - comentaba mi padre con indignación, sin haber digerido todavía el hecho de recibir una carta de semejante naturaleza de unas personas prácticamente desconocidas - Fuera como fuere, tengo la impresión de que vivo en el único país del mundo en que uno recibe de la comunidad de vecinos la circular de un divorcio.
¿Y qué hay del bajo? - os estaréis preguntando - Esa vivienda a ras de suelo 100% nederlander cuyos grandes ventanales a pie de calle sólo tienen dos posibles estados: despejados y mostrando sin pudor lo que quiera que acontece dentro de la casa o bien cubiertos con una cortinilla Y algún elemento decorativo absurdo como pueden ser macetas, máscaras tribales o figuras de payaso. Lo cierto es que en este edificio no tenemos: Lo que hay debajo de mi casa es un estanquito del que luego hablaremos con más detenimiento.
Mazinger Z y un candil
Pero no por ello os vayáis a pensar que carecemos de los típicos vecinos callejeros. Haberlos haylos, y son los ocupantes del bajo del edificio de al lado.
Ocupantes sólo en los papeles del ayuntamiento, pues la mayor parte del día la pasan haciendo vida en el portal. Durante el invierno el frío los mantiene a raya pero es brillar el primer rayo de sol y personarse en la república independiente de su acera, ella carricoche en mano y él cigarro en oreja, y a su vera dos o tres niños tan rubios que tienes que entornar los ojos para poder verles la cara. Han hecho del árbol de la calle su huerto particular, con pajarera incluída, pues un hogar holandés no se considera tal si no incluye un jardincito, y cuando el sol arrecia no vacilan en enfundarse los bañadores y sacar a la calle tumbonas y piscinas de plástico. Aunque a decir verdad esto último dejó de impresionarme el día en que paseando por la ciudad me encontré con lo siguiente:
WTF?
A los demás vecinos de segundo grado no los conozco en demasía. Sólo en una ocasión mantuve un trato indirecto con los ocupantes del primer piso; sí, los de encima de la familia más dicharachera del vecindario. Nuestra comunidad los contactó a raíz de un problema de grietas en nuestras mutuas paredes y ellos resultaron ser los más afectados. Se trataba de una pareja que se comunicaba mediante correos procedentes de una cuenta de hotmail compartida yque venían igualmente firmados de manera conjunta ("Bob & Lili" o algo por el estilo). Al parecer a algunos neerlandeses cambiarse de apellido tras el matrimonio no les parece suficiente. En cierto punto, antes de que el problema se solventara, Bob & Lili se mudaron (¿o debería decirse se mudó?) para ser sustituídos por otra pareja clónica que hacía exactamente lo mismo que ellos, con lo que me llevo un buen tiempo percatarme del cambio.
Con respecto a los negocios, al otro lado tuvimos un bar de mala reputación que acabó siendo sustituido por un cofeeshop con portero y todo que a pesar de rebajar notablemente el grado de chunguez de la zona (ya no nos visitan escuadrones de coches de policía a las nueve de la mañana ni uno puede encontrar su camino al metro siguiendo un reguerito de gotas de sangre) trajo consigo otro tipo de problemas.
En este local he tenido oportunidad de poner en práctica una de las cosas mas idiotas que uno puede hacer en Amsterdam: ir a un coffeeshop a pedirse un coffee (¡qué queréis, es el sitio más cercano a casa en el que te ponen café!). El portero por su parte hace de todo menos vigilar en la puerta (de hecho pasa más tiempo plantado frente a la mía que en la suya propia), y en lugar de ser el clásico armario empotrado con discordante traje de chaqueta, su pinta es más bien la de una copia cutre de Walter White (entiéndase, un calvo con perilla y gafas de mediana edad) ataviada con un perpetuo chalequito reflectante y que también viene en talla sureuropea. Vamos que ni impone ni trata de imponer. Y qué decir tiene que me toca saludarlo cada vez que entro o salgo de casa, ¡cada vez! forzándome a desempolvar costumbres que no ejercitaba desde aquellos veranos adolescentes pasados en la aldea de Galicia.
Lo peor de todo es que no está sólo. Siempre anda de cháchara con los clientes del coffeeshop, que cuando llega el veranito sienten una extraña predilección por ponerse a fumar fuera, los mismos transeúntes o un surinameño que conduce un matraquillo ambulante en el que vende unas bebidas extrañísimas mientras hace sonar reguetón a todo volumen para animar -por si no teníamos ya suficiente- todo este cotarro. Y sobre todo con el del estanco. Este otro sí que es buena pieza. Veréis, en dos años enteros el único problema que tuve con el estanco de abajo, regentado por una señora mayor, fue la vez en el que una filtración de agua desde mi ducha generó una gotera justo encima del cuartito donde tenían almacenado el tabaco. Tocó llamar a un fontanero de urgencia (que cuando vino parecía recién salido de una película de Peter Jackson) y prescindir un tiempo de las duchas para salvar la delicada mercancía.
El caso es que un día cualquiera, como podía haber sido cualquier otro día, como cuando en una serie de televisión cambian a un actor que se va por otro que se le parece y esperan que no nos demos cuenta, esta señora fue de golpe sustituída por un individuo alto y huesudo de cuarenta y pocos con pantalón de chándal y cadena de oro al cuello. Pero sin lugar a dudas lo que más destaca de este personaje, y destaca a cualquier hora del día o de la noche, es su voz. Una de las voces más cascadas de los Países Bajos sino la que más, que encima no se corta un pelo a la hora de radiar decibelios. Como estar dentro de la tienda es aburrido, ha cogido la costumbre de sacarse una banquetilla a la puerta y pasar allí la jornada entera, hablando, riendo, haciendo bailecitos o lo que sea que se pase por su cabeza a todo aquél que se le cruza por delante. Y si es mujer doble ración. Sucede también que esta persona estuvo muchos años viviendo en mi país y habla nuestro idioma con bastante decencia, por lo que no hay mañana que me libre de mantener una pequeña conversación cuando atravieso su esquina para ir a trabajar. Ni de invitaciones a café en el estanco. Que últimamente se han transmutado en invitaciones a cubatas en el estanco. Encima, como sucede con Jon Snow, su guardia nunca termina. Tras echar el cierre se marcha a su casa... y a la media hora vuelve a su mismo puesto callejero, que ya echaba de menos. Con dos perros. Y ahí se quedan los tres ladrando hasta bien entrada la madrugada. El por qué ha escogido precisamente ESE punto concreto para pasar en él todas las horas de su vida, lo desconozco.
Como no podía ser de otra manera, todos estos personajes de la acera pronto hicieron piña. Y así, cuando España y Holanda se volvieron a enfrentaren el mundial de fútbol de este año, el vecino del cigarro en la oreja ornó su fragmento de la acera con un falso techo de banderines naranjas, abrió su ventana para despejar el campo visual hasta su televisor y colocó siete u ocho sillas de plástico en derredor. Y tanto su familia como el del estanco, los del coffeeshop y otros espontáneos vieron en partido desde la calle y en compañía. Así están las cosas en este rincón de la ¿ciudad?. El otro día uno de ellos levantó la vista hacia mis ventanas y me saludó con la mano mientras comía. La cosa está empezando a volverse estresante y además muy, muy perjudicial para mis horas de sueño. En las noches de verano, cuando uno vuelve a casa después de haber dado las buenas noches de rigor al portero y ha de abrir la ventana para no asfixiarse, los mosquitos o el aroma a porro no es lo único que se cuela en el dormitorio. Las voces constantes que ascienden desde la calle y que parecen resonar desde la propia habitación cuando empiezas a dormirte hacen que ahora mismo escriba este texto con ojeras permanentes. ¡Que se acabe el verano ya, por favor!