El clímax emocional de esta magnífica película de Richard Lester se encuentra entre las cimas del romanticismo cinematográfico de todos los tiempos. Una película que demuestra que se puede innovar y ofrecer nuevas perspectivas a partir de personajes e historias conocidos, en este caso la leyenda de Robin Hood, sin necesidad de pervertir, edulcorar, traicionar o “suavizar” su realidad para un público adulto, confiando en la inteligencia del espectador, en su capacidad para relacionar sus conocimientos previos con la propuesta narrativa, sin perderle en ningún momento el respeto, ni a la fuente ni al público, llegando a enriquecerlos a ambos. Disfrútese esta obra maestra y compárese después, por ejemplo, con la versión azulada de Ridley Scott y sus lanchas de desembarco, construidas con madera, que responden a un modelo que no existió hasta la Segunda Guerra Mundial y que se usan para contar una invasión francesa de Inglaterra que jamás ocurrió.
Mucho mejor quedarse con una Audrey Hepburn y un Sean Connery en estado de gracia, perfectamente ensamblados a unos personajes a una edad en la que la leyenda hace tiempo que dejó paso a la desencantada realidad de una vida demasiado corta, invertida en demasiadas cosas accesorias, y pasada demasiado deprisa.