Hasta ahora apenas había utilizado la biblioteca del barrio (ni ninguna otra, lo confieso, salvo en momentos muy puntuales). Siempre la he contemplado de lejos, de manera fugaz, desde el autobús o desde la acera de enfrente en algunos de mis paseos o, de manera algo más cercana, como una posibilidad que me aguardaba en la planta de arriba del centro cultural cuando he asistido a alguna exposición o alguna actividad organizada por asociaciones del barrio.
Ahora, sin embargo, tiene algo de prolongación de mi biblioteca personal, de mi propio cuarto de trabajo. Vivo la compañía de jóvenes estudiantes preparando exámenes o ultimando trabajos, acumulando información para algún comentario de texto o simplemente leyendo. También la de algún pensionista que ha encontrado allí el paraíso que nunca tuvo en su vida activa, o la de una mujer, madura y bella, perdida entre dos diccionarios y avanzando, bolígrafo en ristre, sobre un folio que va llenándose de palabras. Adivino también la presencia de algún profesor del instituto próximo o de algún maduro alumno de la UNED acumulando bibliografía (se sitúa cerca de donde yo suelo sentarme y no he podido sustraerme a la observación) sobre uno novelista casi olvidado: Ramón J. Sender.
Centro Cultural Diego Jesús Jiménez en Priego: "Lugar de la palabra"
He recordado la biblioteca de la infancia, en una de las calles transversales del barrio de la Concepción, en el Madrid semifuncionarial que, en los primeros años sesenta del pasado siglo, crecía entre la Ciudad Lineal y la plaza de toros de Las Ventas. Era de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, de lo que hasta hace muy poco se denominara “obra social” y la recuerdo como un lugar extraño al que de vez en vez acudía con mis amigos del barrio de la Alegría buscando, sin ningún criterio y sin guía “literaria” alguna, la rara protección de los libros, maravillosos objetos de los que en casa carecíamos y en los que por casualidad, gracias al regalo de cumpleaños de una tía carnal de un volumen de las Aventuras de Guillermo Brown, yo había encontrado un espacio en el que vivir realidades algo más hospitalarias que la que nos tocó vivir en aquel barrio de calles embarradas, vertederos, desmontes y casas bajas, sin alcantarillado ni agua corriente (sí, así era el barrio de la Alegría donde fui niño y me asomé a la adolescencia).Después, con los años, vendrían otras bibliotecas: las precarias de los centros parroquiales de la pretransición, en las que la literatura de siempre se mezclaba con libros en los que se alumbraban las posibilidades de una literatura de base cristiana comprometida con el mundo —el Bernanos de Diario de un cura rural, el Martín Vigil de Los curas comunistas—, los libritos de ZYX en los que hablaba la teología de la liberación, algunos libros llegados de Ruedo Ibérico y no pocos volúmenes de pedagogía social; las bibliotecas de las asociaciones de vecinos, repletas de libros que no encontraban espacio en las casas de sus socios, una mezcla improvisada de best-sellers , libros-documento, novelas baratas (aquellas ediciones de Reno, con la Sagan, Faulkner, Maugham, Morris West), ensayos políticos y no pocos volúmenes de aquel nuevo género que acompañó la transición en los barrios que fue la sociología urbana: Manuel Castells, Jordi Borja, Jesús Gago, Eduardo Leira; aquella biblioteca, que no llegué a visitar, que creó en 1976, en un pueblo de la Cuenca profunda, el poeta Diego Jesús Jiménez, hecho que fue considerado un acto subversivo y que lo llevó a pasar unas horas en el cuartel de la guardia civil del viejo pueblo de Hortaleza por una denuncia de las autoridades franquistas; la biblioteca regional de la Comunidad de Madrid, un edificio de ladrillo visto situado en la calle Azcona, hoy bautizada con el nombre de Manuel Alvar, allá donde el Madrid del barrio de Salamanca desciende sin darse cuenta hacia el que fuera periférico de Las Ventas y de la M-30, donde presenté mi primera novela, Mar de octubre, un día de diciembre de 1989 y donde sitúo alguna de las escenas de Verano, la más reciente. En la biblioteca del barrio, en esta burbuja acogedora que, por unas horas, me aísla del mundo, escribo, imagino, evoco. Y pienso, algo inevitable, en el cúmulo de ilusiones, de proyectos (muchos de ellos nunca llegan a cumplirse) que suele alimentar la creación de cada biblioteca: las que nacen en pequeños pueblos de nuestro extenso y muchas veces abandonado mundo rural; las que acompañan proyectos utópicos, casi imposibles: bibliotecas de poesía como las de las fundaciones dedicadas a conocidos poetas (José Hierro, Blas de Otero, Diego Jesús Jiménez, Caballero Bonald, Alberti….), bibliotecas de literatura escrita por mujeres…
A veces me pregunto por la convivencia con la realidad virtual de Internet de estos micromundos con las paredes tapizadas (casi construidas )con papel impreso, con libros que nunca dejarán de oler a tinta y a papel, en los que a veces nos salen al encuentro olvidadas señales de lectores ya inencontrables como el pétalo seco, cuarteado, de una rosa, un billete de autobús, o de metro, que habla de un viaje de décadas atrás, una tarjeta, una hoja seca, una hebra de lana, un hilo, un separador que publicita una librería que se llevó la crisis de los noventa. Intuyo que será una convivencia respetuosa, que el libro en papel encontrará su lugar en la nueva realidad de las tabletas y de los e-books.
He descubierto la biblioteca del barrio. Con el paso de los días la voy convirtiendo en una nueva habitación para la meditación y la escritura. En una nueva sección de mi cuarto de trabajo, en una prolongación acogedora de la biblioteca de casa. Está junto a un parque inmenso y eso ayuda.