1.- PIERRE DRIEU LA ROCHELLE, EL FUEGO FATUO: EL SUSPIRO DE LA DESESPERACIÓN
Fuego fatuo como una burbuja y emblema de la desesperación que, sin embargo, renace cada amanecer. Creer en aquello que sabemos que nos matará. Ejercer de lo que no conocemos por el simple hecho de reivindicar el juego que conlleva enfrentarnos a la realidad. Juego sin malabares y repleto de oscuridades. Calles desiertas. Vomitonas de madrugada. Y droga. Heroína como simuladora de aquello que no somos. En El fuego fatuo, Pierre Drieu la Rochelle refleja esa desazón que se quedó en las almas de aquellos que hicieron frente y sobrevivieron a La Gran Guerra. Muerte y destrucción que dejó sin futuro a miles de jóvenes europeos que se quedaron sin vivir el esplendor de la vida. De esas sombras nacieron hombres gobernados por el miedo y la desesperación, lo que a muchos de ellos los llevó al distanciamiento, la soledad y la frustración. Alain, el protagonista de esta historia, podría ser uno de ellos. Enfrentado a sus días sin nada. Hambriento de vida, pero que no sabe como masticarla y menos engullirla. Así marcha, erguido en la loma de un desasosiego pertinaz, que tiene una única meta: la muerte.
El fuego fatuo navega por esas aguas donde lo normal es la cobardía del que no quiere saber la verdad, porque ésta es tan aplastante que no admite ningún tipo de interrogatorio. No obstante, cabe preguntarse si esa deriva está llena de algún tipo de significado, sea éste trascendente o no, y la respuesta es que sólo está determinada por el vacío. Aquel que el alma humana es incapaz de esquivar. Como nos dice su autor en la contrarréplica titulada Adiós a Gonzague: «Morir es el arma más potente que puede tener un hombre».
2.- SÁNDOR MÁRAI, EL ÚLTIMO ENCUENTRO: LA PASIÓN, EL AMOR Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDADLa pasión, esa aliada del deseo y la aventura. De la posesión y la envidia. De la traición y la culpa. Hay ocasiones, en la vida, que el río subterráneo que la recorre no es capaz de contener la furia del destino. Como se nos dice en esta novela: «… es la mayor tragedia con la que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano.» Ese es, sin duda, el sentir de los protagonistas de esta historia donde se dan la mano la pasión el amor y la búsqueda de la verdad. Y, donde la falsa apariencia de sus anhelos, más tarde, se revolverá en su contra bajo el prisma de una amistad que en el fondo no es tal, por estar ésta dañada por la sombra de la deslealtad. El amor, y todo lo que éste engendra, en la novela, es advertido como un mal mayor que a medida que pasa el tiempo se hace soportable por la ayuda de los recuerdos de una memoria que se encarga de aminorar o falsear bajo el prisma de la mentira que nos acoge cuando la vida se apaga y se encamina hacia la muerte. Sándor Márai, en El último encuentro se regodea de un profundo monólogo con el que el general Hendrick nos va desgranando las entrañas del alma humana. Una vida que, al escritor húngaro, le sirve de ejemplo de todas aquellas existencias marcadas por el engaño y un falso destino falso que acaba abocado al silencio. En este sentido, los largos parlamentos de Hendrick se refugian en los silencios que los acogen a él, a su esposa Krisztina y, al amigo de ambos, Konrad. Un silencio que el escritor húngaro confronta con el símil de la llama del fuego de la pasión y las cenizas que ésta genera. Todo ello, servido en un juego de declaraciones y secretos que se hallan muy cercanos al lenguaje del teatro.
3.- MARIO VARGAS LLOSA, LA FIESTA DEL CHIVO: LA LUZ DE LA VERDAD QUE SE PRECIPITA SOBRE LA MÁS CRUEL DE LAS MENTIRASLas raíces de la vida en ocasiones se transforman en ramas trepadoras que devoran todo lo que tocan. Lo hacen como si fueran las elegidas por la ironía del destino, para de ese modo, convertir la vida en sangre, la esperanza en condena, y la libertad en una profunda dictadura. Vargas Llosa, en esta novela de tintes realistas, echa mano de su mejor y portentoso estilo literario y narrativo para mostrarnos un mundo y unas vidas que son un todo, pues ese todo que es y representa el devenir de nuestros días es llevado a la ficción con la plenitud de quien sabe hacer muy bien su trabajo. El despliegue de personajes y sus microhistorias va surgiendo página tras página de una forma natural, y a veces abrupta, por el cariz violento de los protagonistas de la misma, porque de eso va una buena parte de esta novela, la de desmantelar las excusas de la violencia gratuita del poder que un tirano ejerce sobre sus súbditos. En este sentido, el escritor peruano nos propone una reflexión sobre los totalitarismos de América Latina que, en La fiesta del Chivo, se centran en el fin de la dictadura de Rafael Trujillo (El Chivo) en la República Dominicana. Con un estilo narrativo que mezcla el presente con el pasado con tan sólo separarlos con un punto y aparte, consigue que el lector avance en la historia que se le cuenta y regrese a su pasado en un devenir temporal caracterizado por las heridas que el tiempo ha ido causando en unos personajes que afrontan a destiempo las consecuencias de sus decisiones pasadas. Hay una inteligente revelación de la luz de la verdad que se precipita sobre la más cruel de las mentiras, por ser éstas armas arrojadizas de la barbarie, el dolor, y la muerte. Desprecios morales que tienen un alto precio humano, pues no cuentan con la posibilidad de atisbar una salida.
4.- MANUEL MOYA, FERNANDO PESSOA. LA RECONSTRUCCIÓN: LA HUMANIZACIÓN DEL MITONada se abstrae a la vida, ni siquiera la sombra que se desplaza a nuestro alrededor como una falsa huella de lo que siempre quisimos ser y nunca fuimos. Sombra que, con el paso del tiempo, se convierte en un fantasma. Fantasma que, en ocasiones, se rebela contra el mito que nos acecha, ya sea por ignorancia, genialidad, u oscurantismo. De esa trilogía suelen surgir falsas biografías cargadas de la mitología que se apodera de esa parte más vulnerable de los seres humanos: los sueños. «Los sueños, sueños son» nos advertía Calderón de la Barca en uno de sus famosos versos. Sueños que, en el caso de Fernando Pessoa, convirtieron al hombre en mito dotándole de un duende fragmentado que no siempre se asemejaba al real. Quizá, para desmontar al mito, viene bien recordar estos versos de su poema inconcluso Navegantes antiguos: «Navegar es preciso; vivir no es preciso […] Vivir no es necesario; lo necesario es crear». Y ese axioma es el que le guio a lo largo de su existencia en un periplo vital y literario que dejó algo más de veintisiete mil quinientos documentos en un arca a modo de papelera infinita. Una ruta a la que el escritor, poeta y biógrafo de Pessoa, Manuel Moya, trata de dar luz, aunque nos parezca una misión imposible, y que visto su resultado final sin embargo no lo es: humanizar al mito. Muchas son las biografías que se han publicado del poeta portugués como muy bien se nos apunta en este magnífico ensayo biográfico, Fernando Pessoa. La reconstrucción, que tan útil y esclarecedor nos resulta a todos aquellos que, en alguna ocasión, nos hemos acercado al intrincado y siempre complejo mundo pessoano, por la multiplicidad que se desprende de la unicidad del poeta. Ahí es donde incide Moya con una extraordinaria profusión de datos biográficos, históricos y literarios, a la hora de hacer valer sus incontestables pronunciamientos y teorías sobre el Pessoa niño, hombre, poeta, escritor, articulista, o polemista. De esa multitud de espejos es de la que se nutre el escritor onubense para ofrecernos un semblante y una figura de un Pessoa más cercano, actual y real. Dando luz a las sombras que siempre le han perseguido, asistimos a un mayúsculo ejercicio de estilo literario en el que Moya va desde la anécdota al dato histórico a través de un ritmo narrativo ágil y entretenido que nos lleva de la mano por esta reconstrucción de una manera didáctica e inteligente. Un ejercicio narrativo de una exquisita pureza literaria que siempre está presente en su obra y, más si cabe, cada vez que se acerca a la vida y obra del poeta luso.
5.- GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA, EL GATOPARDO: EL PODER DE LO TRASCENDENTE SOBRE LO COTIDIANO, O VICEVERSALa vida fluye como el caudal de un río que sabe cuál es su final. En ese paso entre el ayer, el hoy y el mañana, la cinética de los recuerdos convulsionan nuestras vidas como agrestes cascadas o sinuosos meandros. Entre la fuerza y la calma aún sopesamos los estados intermedios que nos llevan desde la plenitud de la juventud y el entusiasmo, a la decadencia y la melancolía de la madurez. Vagos perfiles de la existencia, ya que no nos describen ese futuro que nos gustaría atrapar para ser dueños de nuestro destino. En El Gatopardo, Lampedusa juega con el tiempo y la historia de Sicilia a través de los sentimientos de unos personajes que nacen y mueren en la intemperie de un cambio de ciclo social y político que observan desde la lontananza de los privilegiados. Un hecho que, por ejemplo, no le impide a su protagonista, Don Fabrizio, ser consciente de los mimos y de las repercusiones que le traerán a su familia, pues él forma parte de otro tiempo. Un estar en el mundo que se resume muy bien en la famosa frase; «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». En este sentido, lo nuevo frente a lo viejo y decadente sólo es una impostura formal que no estructural. De esos relámpagos sostenidos en el tiempo nacerá una nueva nación sumida en las mismas sombras, o parecidas, que la precedieron, pues ese es uno de los axiomas de esta magnífica novela, donde su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, utiliza un refinado lenguaje que vuelca de un perfecto estilo que entremezcla lo trascendente con lo cotidiano.
La novela es un asombroso engranaje de aptitudes y semblanzas que van desde el amor imposible de Concetta sobre Tancredi, ante el propio arribismo que representan él mismo, o Don Calogero y su hija Angélica. El ansia por el poder es inasequible al desaliento en las clases bajas y futuros burgueses, mientras que los aristócratas deambulan perdidos en sus trasnochadas costumbres. Circunstancias que, en ambos casos, determinarán el futuro próximo de Italia. Nación de contrastes dominados por la pasión y una belleza innata que la hacen inalcanzable. Ese gusto por la estética también está presente en El Gatopardo y el su refinada inclinación por una dejadez estética que no necesita de nadie para sobrevivir, sino de alguien que se detenga a observarla. No hay nada más bello que la contemplación del arte en su más amplia definición cuando éste es advertido en pleno descuido, aquel que nos permite adivinar lo que sentimos cuando lo observamos.
6.- EVELYN WAUGH, DECADENCIA Y CAÍDA: EL ESPEJO DE LO INMORAL Y CÍNICOReinterpretar el mundo desde un punto de vista sagaz, a la vez que irónico, donde lo superficial es el fiel reflejo de lo más profundo parece una tarea fácil, aunque en verdad no lo sea. Esa distancia que los separa es la que emplea Evelyn Waugh como un espejo a la hora de reflejar lo inmoral y cínico de la sociedad inglesa de entreguerras. La pérdida de valores, la ausencia de dignidad, e incluso de verdaderos sentimientos, rodean y se regodean en los personajes con los que el escritor inglés retrata a la alta sociedad británica. Para ello, sitúa en el centro de la trama y, en el foco de todos los desatinos y desgracias, a su protagonista (Paul Pennyfeather). Un observador-diana que es el foco que nos va iluminando las satíricas, y a veces, irónicas situaciones que se nos van mostrando a lo largo de la novela, como si todo ese mundo que se retrata fuese víctima de un simpar desatino. Un desatino imposible de parar por lo perverso que llega a ser. Una forma de ser y estar en el mundo que, lejos de encontrarse lejana a la realidad actual que nos acecha y persigue, es un fiel reflejo del buenismo mal interpretado y el utilitarismo agnóstico que se precipita sobre la acción y el día a día de aquellos llamados a ser los garantes de unos principios que, sin embargo, nos pisotean sin un ápice de mala conciencia. ¡Ay de aquellos que te digan que te vienen a salvar!, porque serán ellos los que te utilicen para sus espurios fines. En este sentido, Decadencia y caída es el margen por donde la virtud resulta deshonrada sin que las consecuencias de dicho acto sean perseguidas o condenadas. Evelyn Waugh, en esta novela, se sitúa al otro lado de aquellos escritores de la denominada era del jazz que basaron sus argumentos en fiestas llena de alcohol y amores desenfrenados que acabaron precipitándose por el terraplén que supuso el Crack del 29. De esa auto-condena también beben los personajes de Waugh, aunque lo hacen a través de la ironía y la idiocia de sus planteamientos, y de sus vidas ancladas en un modo de entender el mundo en desuso. Esa crítica social, sin embargo, en el puño y letra de Waugh trata de combatir dicha falta de principios para poner en valor su punto de vista católico sobre pecados terrenales como: el matrimonio o la culpa; un pecado original que no parece existir en las desalmadas almas de sus personajes que van y vienen como marionetas que aparecen y desaparecen de escena sin el más mínimo de los remordimientos. Sin remordimiento no hay pecado parecen decirnos sus personajes, aunque Evelyn Waugh, desde la distancia que le proporciona su protagonista, parece insinuarnos que no es así.
7.- GONZALO CALCEDO, LA CHICA QUE LEÍA EL VIEJO Y EL MAR: VIAJES, DESTIERROS, ENCUENTROSLa vida pende de un hilo. Invisible, casi siempre, pero frágil y caprichoso. La vida es una sucesión de accidentes, encontronazos, despistes o casualidades que nos llevan a comportarnos como marionetas. Marionetas que también penden de un hilo. Esta vez, invisible siempre, sobre todo, si estamos lejos del guiñol. La vida es esa marea que nos trae y nos lleva como si estuviésemos reducidos o castigados a ser simples olas. Piezas sueltas de una masa inmensa y que, al unirse, conforman un todo. Un todo que se comporta como el libre albedrío de un conjunto de partículas. Por esa senda donde habita la ruptura del silencio es por donde caminan los magníficos relatos que Gonzalo Calcedo nos muestra en La chica que leía El viejo y el mar. Relatos rupturistas, por lo que tienen de abandono y soledad, y por el margen de maniobra que el autor palentino —de una forma brillante— es capaz de explorar en la cotidianeidad del desasosiego que nos vence. Viajes, destierros y encuentros se dan la mano en aeropuertos, carreteras secundarias o autopistas. Espacios que se comportan como islas dentro de ese otro gigante que es el mundo, pues islas somos cada uno de nosotros en nuestras vidas. Rutinarias y anónimas hasta que son abordadas por el magma de la accidentalidad, la casualidad, el destino o el azoramiento. Porque, qué somos sino meros accidentes. La maestría de Calcedo a la hora de plantearnos estas minúsculas historias que, sin embargo, están llenas de vida, se encuentra en su capacidad de inventar historias —ahora que está tan de moda la auto-ficción—, si salvamos algún relato. Y, también, en crear espacios únicos y nuevos por mucho que creamos que ya los hemos revisitado, porque como nos dice la escritora Estrella de Diego: «Hay que estar mirando donde uno cree que no debe estar mirando». Y de esa mirada nacen cuadros, muy del estilo Edward Hopper, por lo que destilan de mimetismo y soledad. Soledad humana que se rompe por la intrínseca necesidad del otro que en muchos momentos expresamos, y no sólo con la mirada o el gesto, sino también con la palabra. Conversaciones triviales que, en La chica que leía El viejo y el mar, se rearman para levantar vidas anodinas y convertirlas en algo nuevo. Un esqueleto que, al final, destila un rayo de esperanza y una magia que se corrobora por un estilo literario limpio y directo que demuestra un gran dominio del ritmo narrativo. No en vano, Gonzalo Calcedo define al relato corto como: «Una hoguera donde buscar refugio durante la noche», en contraposición con la novela que para el autor, afincado en Cantabria, tiene más que ver con la construcción de una ciudad.
Mucho se ha dicho ya sobre la deuda estilística y de concepto literario que Calcedo tiene con el cuento norteamericano y, en concreto, con John Cheever, el narrador por excelencia de las periferias. Periferias que en el caso del escritor español son de urbanizaciones semi-abandonadas, bancos oxidados o coches a punto de exhalar. Sin embargo, lo que nunca se apunta, es su extraordinaria facultad para manejar la elipsis a la hora de crear una multiplicidad de situaciones que nos muestran vidas enteras con tan sólo adivinar un pequeño matiz de las mismas. Esa facultad de sugerir es lo que denota su grandeza como narrador, porque con muy poco, es capaz de llegar muy lejos, dejando al lector un gran margen de imaginación y maniobra a la hora de culminar las historias que nos plantea.
8.- ANTONIO TOCORNAL, ÁRIDA: UN VIAJE HACIA LA NADASiempre hay un punto final. Un exilio del que nunca regresaremos. Un camino que acaba. O una estación de tren cuyas vías no continúan. Sin embargo, en ese despeñadero del mundo también habitan los sueños. Crueles. Etéreos. Inmateriales. Sueños que son el espacio invisible donde habita la fuerza motriz que nos trae y nos lleva, y a la vez, nos deja varados. ¿Existen la vida y el mundo? ¿O acaso el más allá? Preguntas que precisan de una respuesta que no siempre tenemos a mano. Por imposible. O inalcanzable a la mente humana. A la mente racional, por supuesto. Para indagar en todo ello Antonio Tocornal nos invita a visitar Árida. Un espacio onírico. Fantasmal. Y maldito. Meta, destino, y punto final de vidas y encuentros. ¿Qué es la vida sino un indeterminado número de encuentros? Relaciones donde la accidental y lo mágico se revuelven en una serie de crueldad divina. De fantasmagoría bíblica. Relaciones, eso sí, sin biblia ni santos. Para parapetadas en diatribas sin auxilio posible. Historias al margen de una realidad que no tiene más espacio que el de la senda que llevará a cada uno de los personajes de esta novela a un territorio llamado Árida. Convirtiéndolos es un viaje hacia la nada. Esta novelle, a medio camino entre la alegoría y lo fantasmagórico, crea un territorio propio. Del mismo modo que Rulfo creó Comala —de lo que se da nota en la antesala de esta historia—, o Faulkner, Yoknapatawpha; o Benet, Región; o Luis Mateo Díez, Celama, sólo por poner algunos ejemplos. Desde esa inmaterialidad existencial presente en Árida surgen una serie de historias en las que la literatura se transforma en materia. Materia y locura que se desarrolla a lo largo de un desierto. De su arena. De su sol. Hábitat de una desolación que surge como un dios que todo lo observa y determina. Un hábitat en forma de desierto que representa al tiempo y su medida. Y, así, de la mano del escritor gaditano, afincado en Mallorca, vamos descubriendo vidas y sufrimientos. Torturas y sus reflejos. Deseos incumplidos. Y batallas perdidas. En un universo propio de zombis sin piel ni hueso, pero a los que aún les queda esa porción de vida que es el alma.
9.- MIRIAM REYES, LA EDAD INFINITA: ¿ALGUNA VEZ FUIMOS LO QUE QUISIMOS SER?Transitar por el camino que separa el cuerpo de la mente y, a partir de ahí, afrontar el desdoblamiento de la propia identidad, porque ¿alguna vez fuimos lo que quisimos ser? Esa frontera entre el yo y el tú es la que vigila la niña que primero mira y luego se relaciona y, en la que Miriam Reyes se ha detenido para tratar de dar un sentido a la globalidad de una vida que se resiente a cada paso atrás que da. La memoria, tan selectiva y traicionera, nos vigila cuando la reivindicamos, aunque tan sólo sea como un ejercicio de supervivencia vital, único por tratarse del yo superlativo, y colectivo por lo que ese tratamiento tiene de relación con lo demás y los demás. Accidentes sentimentales, geográficos y lingüísticos manejados por el azar, porque como nos dice la autora un buen número de veces a lo largo del texto de La edad infinita: «Si pensara que todo tiene un sentido oculto y misterioso en lugar de pensar que todo puede suceder por azar, continuaría afirmando que la niña te estaba predestinada y yo lo arruiné todo». Ahí es donde el destino entre ambas se transforma en el yo de la niña y el tú de Venezuela. En este sentido, en esta primera incursión de Miriam Reyes en el campo de la novela, la escritora nos lleva a visitar un proceso de construcción; un proceso de construcción que va desde aquello que alguna vez fuimos hasta lo que quisimos ser. Un proceso lleno de zanjas, trampas, mentiras y miedos que nos moldean el carácter y, también, nuestro posicionamiento en un mundo en constante cambio. Un mundo que no entendemos más allá de las cuestiones básicas que tiene que ver con la supervivencia. De esa falta de adaptación surge la literatura como nuevo territorio a explorar. Un camino de autorreconocimiento y de duda que, sin embargo, nos permite seguir avanzando en el enigma que somos. Como nos dice Miriam Reyes en la novela: «la identidad está en continua transformación, no se puede entender como algo fijo», a lo que cabría añadir: ni tampoco tangible, por lo que muchas veces tiene de onírica la propia identidad que busca tanto la marginalidad como el reconocimiento sin ser consciente de su antagonismo.
La edad infinita es un mapa de sensaciones, un espacio de ecos del pasado y Galicia: «El abuelo, sobre todo, la escuchaba. Si ella hubiera sabido que el abuelo no volvería a entender sus palabras, le hubiera preguntado tantísimas cosas que en ese momento no sabía que necesitaba saber y que ahora son un misterio insondable, una historia desvanecida. O quizá no le hubiera dado tiempo a preguntarle nada; quizá, siendo una niña tan lenta, no le hubiera servido de nada conocer el futuro». Ecos que, en el caso de Venezuela, devienen en forma de palabras nuevas: Caraota, cachapa, Cambur, Casiquiare, Cumboto, Cuyagua, Chaguaramos, chama, Chacaíto. Venezuela, cuerpo e identidad a la que la niña también pertenece: «Necesito una forma de estar donde estoy ahora sin dejar de estar en ti. Que no me faltes. Que no desaparezcas.» Un léxico que es importante porque define a la «persona en proceso de ser yo». Una niña que, a su llegada a esa tierra prometida en el año 1983, con ochos años, tiene que aprenderlo todo de nuevo. A ser y a mirar. «Una niña que está en proceso de ser yo», y se alimenta de esa nueva realidad que se abre paso ante sus ojos y crea una nueva memoria. Puntos de inflexión que se hallan marcados por la notoriedad de los mitos que se desmoronan como el bolívar y el precio del petróleo. ¿Acaso ella —la niña— fue invocada por ella —Venezuela— para ser testigo del derrumbe?
10.- TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO, EL QUE MENOS SABE: EL ALMA Y SUS DEBILIDADESNos dice Tomás Sánchez Santiago en Almanaque desconcertado (I): «Me confundí de madre. Entre una bolsa y otra bolsa/ supe para siempre lo que era caer en las aguas heladas/ del desamparo. Unos segundos, unos cuantos segundos/ nada más. De bolsa en bolsa. Pero fue suficiente. No pude/ soportar a solas el aullido del mundo». De ese aullido y de ese desamparo surgen muchos de los poemas de El que menos sabe. Versos que ahondan en lo minúsculo. En aquello que no se ve. En lo cotidiano. Y en las sombras que no nos dejan jugar con la esperanza. Este poemario de madurez da vueltas sobre sí mismo y su existencia, porque como nos dice su autor, el poema es lo que cuenta, la razón final de todo verso. El poema, en este sentido, es la excusa del propio poema. Es el tótem. El demiurgo que descarrila y vuelve a retomar su camino, porque hay caminos y caminos y, algunos de ellos, le llevan al poeta a revisitar los recuerdos de su niñez y el devenir de la vida como un componente más de una voz poética que busca sin llegar a encontrar. ¿Acaso existen las certezas? De ahí que no sea extraño que el paso del tiempo y sus consecuencias nos vengan dadas con forma de sombras, imágenes oscuras, inquietud, decrepitud, y desalojo. Para ello Tomás Sánchez se sirve de un léxico en el que abundan palabras como: nombres, quehaceres, atardecer, desechos, día, memoria, almanaque… «Larga es la tarde y sus hirvientes itinerarios amarillos./ Y casi todo sobra en el corazón/ del verano suspendido, de golpe/ en medio de la vida, torvo/ como el forastero que ha llegado/ a detener una fiesta/ y logra descolgar las reservas del cielo/ hasta que a todo llegue el olor de las terminaciones». Unos versos de su poema Extenuación en los que indaga en los finales y en «la incierta virtud de estar vivo», sobre todo, cuando todo desaparece a nuestro alrededor. Ahí es donde la voz poética llega directamente del alma y se alimenta de sus debilidades.
Ángel Silvelo Gabriel
