Hoy, querido lector del blog de calzado, lo abrimos con un recuerdo a los pioneros, a aquellos zapateros que fueron nuestros héroes de leyenda, los que en tiempos fueron los que guiaron a nuestro pueblo a asentar las bases de un zapato joya que nadie como los eldenses eran capaces de saber interpretar en sus medidas, en sus hechuras y en su disciplinada forma de acabados. Y lo hacemos con los instrumentos de los que se valieron aquellos magníficos “inventores” que se aliaban en una simbiosis perfecta entre sus manos y las herramientas que empleaban para asombrar a propios y extraños, los zapatos salidos de aquellas manos callosas y desgastadas por el esfuerzo, eran sencillamente perfectos.
Un día pasé por una calle de la Barcelona antigua, cerca del barrio gótico, muy próximo al museo del calzado antiguo de aquella gran ciudad y ahora tristemente cerrado, y tropecé con un escaparate casi decrépito que daba acceso a una pequeña zapatería artesana, me paré para observar algunos zapatos junto a herramientas tradicionales, de pronto se abrió la puerta y un anciano me invitó a pasar, acepté con gusto porque en realidad era lo que deseaba.
-Pase y siéntese junto al “velador”– aquellas palabras denotaban que aquel hombre era un antiguo experto en el oficio, con la palabra velador se estaba refiriendo a una pequeña mesilla de zapatero con los compartimentos propios del oficio, ya vieja y desvencijada. Me senté e iniciamos la conversación sobre el oficio y lo que representaba para ambos, en mi caso le dije que trataba de enseñar las técnicas zapateras en un instituto de Formación Profesional él, sin embargo, era también un profesor sin cátedra, es decir, uno de los tantos zapateros de silla que hubo en tiempos en la Ciudad Condal y que transmitían el oficio de otros que a su vez se lo habían enseñado a ellos.
Diego, era el nombre con el que se presentó, me explicaba que el velador o mesilla de zapatero, recibía ese nombre para identificar las largas noches de vela en las que el zapatero realizaba para completar los encargos.
Me introdujo en un mundo que yo ya imaginaba, me mostró utensilios que había explicado en alguno de mis libros de tecnología, pero que no tuve la oportunidad de conocerlos físicamente dada la antigüedad y que aquel hombre todavía los empleaba.
Repasamos las clases de leznas que utilizaba y me mostró una de las más antiguas, el “asador”, llamado así por el parecido a un asador de cocina: el de comba; el cuadrado y el de estrella, en todos los casos me explicó cómo se manejaban y con el paso de los minutos sus emociones iban subiendo de todo, también me contagiaba con aquellas experiencias.
Rodeado de cuchillas, tijeras, tenazas, tirapiés de varios tamaños y martillos, abrió un pequeño armario para mostrarme lo que él consideraba como su pequeño tesoro, se trataba de una “estola de San Crispín”.
Por mis escritos sabía que en el siglo XIX había sido un utensilio muy elaborado por el zapatero, hecho de madera de olivo, pero sinceramente nunca pensé tener una entre mis manos. - ¿Cómo conserva usted este moldeador?- le pregunté con sorpresa y admiración.
-Este pequeño trozo de madera lo heredé de mi difunto padre cuando yo todavía era un niño- esa fue la respuesta de aquel nonagenario que había empezado el oficio en aquel siglo en el que la artesanía lo era todo en lo que respecta al calzado. La estola de San Crispín es un trozo de madera cuadrangular y pulido que se empleaba para moldear las cañas de las botas o botines a falta de las moldeadoras modernas que llegaron años después.
Nuestra conversación trascurrió entre risas y nostálgicas tristezas, en algunos momentos incluso las lágrimas se asomaron a los ojos de aquel anciano y me contagió sus mismos sentimientos. Me mostró cerdas de jabalí, trozos de pez o cerote para empegado, y aprendí cosas que incluso yo desconocía, “el tajo”, como se llamaba a un trozo de madera de diferentes tamaños, cóncavo o convexo para dar formas y que por desuso apenas llegaron a los albores del siglo XX; las colecciones de “patas de cabra” y las bisagras o bisagres con los que se pulían los cantos y los pisos, pero hizo especial hincapié en uno de ellos, “el machote” que con forma de mazo era el hierro más robusto de todos los que componían el ajuar de aquel viejo zapatero.
Tras casi dos horas de conversación nos separamos como si hubiésemos sido amigos de toda la vida, esa amistad nacida en una improvisada charla me supuso mucho más de lo que yo hubiese podido soñar, aquel humilde personaje era más que un maestro, sin atisbo de vanidades, sin pretensiones mundanas más que el sentir un oficio que le había colmado de satisfacciones. Un zapatero que, en ese hombre anónimo, encerraba todas las virtudes que otros de su mismo oficio, han inspirado a nuestro pueblo de Elda en la dignidad y el honor para alcanzar un grado mucho más elevado que el de un simple trabajador.