Quienes aún no nos hemos repuesto de la escalofriante imagen de Samara Morgan saliendo del pozo al que la arrojó su madre adoptiva en la inquietante The Ring, o _como es el caso_, quien aún es incapaz de ver a solas Al final de la escalera, solemos mostrar un irritante desprecio hacia el miedo de clase B. Es decir, que nos la refanfinflan _para disgusto y cabreo de productores y directores supuestamente terroríficos_ los vampiros teen, los zombies de diseño y todo ese gore previsible y de bastante mal gusto empeñado en reventar las taquillas salpicando de vísceras al ciudadano de a pie.
Como en tantas otras cosas, en cuestión de miedos soy absolutamente clásica. Lo que, a mis ojos, viene a ser ni más ni menos que un purismo recalcitrante que me lleva a conformarme con casi nada y a criticar, por norma, todo lo que no alcanza el calificativo de brillante, ya sea ésto una película, un libro, una canción o una tarta de chocolate.
Si a ello le sumo que desconfío de la cultura de masas, que me horroriza la multitud y que, como a Juan Ramón Jiménez, me interesa 'la minoría, siempre', no es raro que me chotee, como decía más arriba, de los vampiros de andar por casa y de toda la legión de espectros de medio pelo que últimamente se nos aparece, como a Caroline, mismitamente en la televisión. Sin olvidar, claro está, toda esa nube de entes radiofónicos opinadores cuya psicofonía lapidaria se ha instalado como un Poltergeist en nuestras casas asustando a toda España y parte del extranjero.
Políticos, tertulianos, juntaletras de tres al cuarto, filósofos trasnochados, viejas glorias de la izquierda y la derecha, feministas de pelo en pecho, empresarios con gomina, triunfadores de fin de siglo, escritores postpremiados y algún chocholoco con maneras de abogada se han convertido a día de hoy en los principales administradores del miedo en nuestro país, sumos sacerdotes de un discurso previsible, manido, nihilista y tecnócrata que pretende ponernos los pelos como escarpias mientras los Sarumanes de las cadenas televisivas y radiofónicas, los bancos y las grandes corporaciones se cubren el riñón a cuenta del acojone colectivo. Que ya se sabe lo manejable _y lo inmensamente rentable_ que resulta una sociedad amedrentada.
Yo a todos estos actores del subgénero de terror los mandaba, de una patada en el culo y emplumados tras untarlos con brea de galera, a aterrorizar al sursuncorda a Transilvania, a ver si allí, en medio de los Cárpatos y con el espíritu de Vlad el Empalador rondándoles, tenían narices de exorcizar el Miedo con mayúsculas parafraseando en plan 'ora pro nobis' a Marx, a Adam Smith o a Keynes.
La verdad es que, puestos a pasar miedo con la crisis, el sistema de pensiones, el futuro de las prestaciones sociales y la madre del cordero en general, casi prefiero prescindir de los advenedizos escénicos y atragantarme el café con porras del desayuno viendo a Samara Morgan hablar del pozo económico mientras pierde las uñas en directo. O quedarme petrificada tras escuchar a Joseph Carmichael, el niño espectral de Al Final de la Escalera, hablar del fantasma 'hombro-cabeza-hombro' que 'se aparece' en los mercados bursátiles cada vez que la Onda de Elliot se cabrea.
Puestos a hacer que nos caguemos de miedo, yo casi me pido que esta labor la realicen los profesionales de la cosa. Los Lugosi, los Karloff, los Nosferatus, los Bates y las Lanchester de toda la vida. Monstruos, fantasmas y asustadores de pro que supieron mejor que nadie helarnos la sangre y ponernos la piel de gallina convirtiéndose en nuestros terrores favoritos. Cualquier cosa menos esta pléyade de aficionados espectrales con cara de Casper en los que casi nadie confíay a los que, francamente, yo ya les he perdido no solo el miedo sino también el respeto.
¡Bú!.