Las misiones del campamento scout se realizaban por equipos. Consistían en recorrer kilómetros de caminos a pie, de un pueblo a otro, con la ayuda de un mapa. La mejor descripción que se me ocurre es agotadoras, cada etapa transcurría del amanecer al ocaso y contaba con muchos kilómetros, o al menos eso nos parecían, el día que más hicimos fueron 33 y no he olvidado ninguno de ellos. Por muy cansado o enfermo que se estuviese, por mucho calor que hiciese bajo el sol, a pesar del escozor de las ampollas de los pies y del dolor de espalda por cargar a cuestas la mochila, con lo estrictamente imprescindible, no se podía flaquear ni, por supuesto, hacer autoestop. Si te descubrían cometiendo algún tipo de infracción suponía todo un deshonor, y el honor de los scouts no es ninguna tontería.
No llevábamos tiendas, nadie estaba dispuesto a cargar con su peso, dormíamos al raso. Una noche nos dejaron alojarnos en una suerte de pajar en cuyo interior había más bichos que en pleno campo. Al parecer los animalillos también valoraban el hecho de contar con un techo sobre sus cabezas. Después de treinta kilómetros cualquier sitio es bueno para dormir así que no nos importó. Además de los sacos y los aislantes llevábamos algo de agua, latas de comida (nuestra dieta se restringió a lentejas Litoral frías, el hornillo también fue descartado en la selección de pertrechos) y un par de mudas. Aún así el equipaje se hacía pesado, mi mochila era "vintage", había pertenecido a mi padre en su adolescencia y la ergonomía y la ligereza de su armazón no se contaban entre sus virtudes.
En cada destino había que demostrar que habíamos alcanzado nuestro objetivo. Para ello era necesario cumplir una serie de misiones que lo probasen. Las había de dos tipos: ridículas, causantes de vergüenza propia y ajena, y discretas. Gracias a mi "habilidad" para dibujar, no me quiero ni imaginar las dotes de las demás, logré escaquearme de las primeras. Me encargué de las pruebas gráficas: en cada pueblo debía recoger en un cuaderno una serie de sus monumentos más representativos. Afortunadamente dibujar casas antiguas no es muy difícil y supongo que por eso me resultó tan sencillo engañar al resto y agenciarme esa tarea que, como requería su tiempo, me evitaba tener que protagonizar una función, cantada o bailada, en medio de la plaza del pueblo. Se precisaban testigos y, al final de la representación, el público tenía que firmar para refrendar la hazaña. No exagero: bailar una jota después de toda una jornada de caminata puede considerarse toda una hazaña. Los pies dentro de las chirucas no se mostraban precisamente encantados de verse obligados a dar saltos.
Sinceramente no creo que la imagen de los scouts saliese beneficiada tras aquellas visitas. Nuestro aspecto era deplorable: un grupo de adolescentes sucias, polvorientas, sin bañar ni perfumar, y sin aparente miedo al ridículo. Estoy convencida de que no causamos una impresión favorable en ningún lado.