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Mismos gritos, distinta noche: Jack the Ripper. Jesús Franco entre mitos propios y ajenos. Una breve recuperación de la dignidad profesional.

Publicado el 29 mayo 2011 por Esbilla

Mismos gritos, distinta noche: Jack the Ripper. Jesús Franco entre mitos propios y ajenos. Una breve recuperación de la dignidad profesional.Jack The Ripper

Director: Jesús Franco

Suiza

1976

Fotografía: Peter Baumgartner

Música: Walter Baumgartner

Montaje: Marie Louise Buchske

Guión: Jesús Franco

Reparto: Klaus Kinski, Josephine Chaplin, Andreas Mannkopff, Herbert Fux, Lina Romay, Ursula von Wiesse, Hans Gaugler

Suiza fue el refugio propicio para Jesús Franco tras abandonar la cobertura de la producción francesa Eurocine, es decir Marius y su hijo Daniel Lesoeur. Nueva fuga hacia delante a golpe de cámara destartalada. La nueva casa iba a ser la Elite Films, empresa dependiente de Erwin C. Dietrich y la estancia se prolongaría durante un par de años, el arco 75/77, y nada menos que quince películas. En su gran mayoría subproductos frisantes con el hardcore, descastados sexploitation, un poco de WIP por aquí y por allí….todo a menor gloria de actrices como Martine Steidel o, claro, la apropia Lina Romay. Pero entre la acumulación de escombro Franco aun tiene la lucidez de entregar dos trabajos facturados a lo largo de 1976  de  interés que, o bien son la vuelta descarada a temáticas obsesivamente tratadas, Jack The Ripper con respecto a la fundacional Gritos en la noche, o bien la consecución de materiales largamente acariciados, la adaptación de Cartas de amor a una monja portuguesa, con protagonismo para William Berger y la perturbadora Susan Heminghway.

Mismos gritos, distinta noche: Jack the Ripper. Jesús Franco entre mitos propios y ajenos. Una breve recuperación de la dignidad profesional.
Persuadido sin duda de que un film ya tan añejo como Gritos en la noche (que pasó ya por aquí), rodado recordar en 1961 es decir quince años antes lo cual en “tiempo franquiano” equivaldría al triple tal era su velocidad de facturación, o bien estaría lo suficientemente olvidado o bien Dietrich ni siquiera lo conocería, el cineasta no tiene modorra alguna en reciclar punto por punto (o casi) la trama y las localizaciones incluso del original. Más todavía: bautiza a su destripador como el Dr. Dennis Orloff (otro más).

En definitiva, Franco ve las reminiscencias que el nombre de Jack el Destripador arrastra, su propio mito inmarchitable y terrible, y lo acopla alegremente, y con sorprendente finura además, a su propio imaginario gótico/melodramático donde se fusionan psicopatía, pulsiones incestuosas y necrofilia con la tortuosidad interior de un monstruo que no quiere serlo, de un hombre escindido entre naturalezas antitética. Aquí se cuela la suma temática de Jekyll y Hyde, por una parte el nuevo Orloff es un médico entregado a la comunidad, altruista y vocacional, por otro un asesino de prostitutas acosado por el fantasma psicológico de su propia madre, puta ella misma y que, además está incorporada también por la actriz encargada del rol de heroína: Josephine Chaplin, hermana de Geraldine.

Desde luego aquí la entraña puramente melodramática del padre obsesionado con salvar la belleza de su hija del ya clásico film del 61 se ve sustituido por una infernal pulsión que mezcla lo homicida con lo sexual, la penetración del arma con la penetración del miembro, el deseo simultaneo de destruir y poseer. Un martilleo sadiano que tiene su corolario en al magnífica secuencia del acoso y muerte de la incauta Lina Romay en medio de un bosque neblinoso donde es

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simultáneamente apuñalada y fornicada en medio de estertores agónicos. Una escena de viscosa perturbación, donde el hieratismo poseído de Kinski raya a gran altura.

Casi como espejo del fulgor brutal de este momento aparece, antes, la grotesca escena del cabaret, donde la misma Romay (y su culo) remedan lastimosamente la elegancia de María Silva con Franco, nuevamente, sin empacho alguno en recurrir a exactos recursos de puesta en escena, empobrecidos, depauperados, por años de falta de entrenamiento y pérdida alarmante del sentido del gusto. Idéntica es también la escena del reconocimiento al pie de la calesa entre el nuevo Orloff y la heroína de la función, que al igual que la original Diana Lorys tomará la solución resolutiva de adelantarse a su novio, un más bien torpe policía, a la hora de enfrentar el misterio. Lanzándose ella misma, bajo disfraz, a buscar el contacto por mucho que esto pueda causarle la muerte. La analogías y autofagocitaciones serían larguísimas de enumerar, señalar, únicamente el regreso de esos interrogatorios llenos de testigos absurdos que incluyen también la descripción contradictoria del sospechoso hasta dar con un rostro “kinskiano”

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o la curiosa variación que Franco ejecuta aquí sobre el sirviente del Doctor: una mujer lobotomizada y reducida a un infantilismo patético, por doliente.

¿Cuña es el resultado entonce s de esta aclimatación? Pues casi contra pronóstico un film de innegable dignidad contando con el presupuesto/tiempo más holgados desde su tiempos sesenteros con Harry Allan Towers y donde Franco recupera parcialmente el gusto por “poner en escena” y no solo por limitarse a rodar. El zoom, el desencuadre y demás agresiones están limitadas al mínimo, la cámara no solo se mueve, sino que se mueve bien, con elegancia, con sentido del espacio. Hay una búsqueda, un intento consciente de crear una atmósfera lóbrega, de asfixiante pesimismo minimalista, un puñado de localizaciones notables (especialmente el invernadero donde Orloff despieza a sus víctimas: curiosamente un invernadero es la tapadera del salvaje killer de la poderosa I saw the devil y allí tiene lugar uno de los múltiple clímax del film de Kim Ji-woon), otras tanto bien poco

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estimulantes, es cierto,  y un cierto intento de dotar a todo el conjunto de un empaque de serie b bien trabada. Igualmente sorprende, para bien, la rara audacia de su anticlimático final que opone la sugerencia de una confrontación violenta a la aparición imperturbable, calmada del asesino entregándose por propia voluntad, otro momento Kinski inolvidable. Y es que fuera de otros elementos positivos la posibilidad de contar con el actor alemán, una vez ya había roto barreras genérica/intelectuales situándose como “el actor de culto” gracias a su desquiciada asociación con Werner Herzog aunque nunca olvidando su filiación genética con el cinema bis más genuino, resultó capital. A decir de Carlos Aguilar , citando al estudioso Alain Petit en su estupendo volumen para Cátedra, la idea del fichaje provino del fumetto dibujado por Milo Manara La vera storia de Jack lo Squartatore, donde el italiano empleaba el inconfundible físico de Kinski para caracterizar al asesino. En un rasgo de suma elegancia la primera imagen que Franco suministra del actor es la un primerísimo primer plano de su ojos, no hacía falta más. Mezcla de ausencia y tensión, ciertamente en ocasiones parece un tanto desganado, fatigado, pero con esa facilidad para encresparse, para tensar la imagen, única, y con la ventaja de su propia presencia física que contagia la envoltura y el tono finales de la película.
Mismos gritos, distinta noche: Jack the Ripper. Jesús Franco entre mitos propios y ajenos. Una breve recuperación de la dignidad profesional.


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