A Apolo le gustaba el laurel, porque sus fragantes capullos, de un blanco rosado, le recordaban a una bella ninfa llamada Dafne, cuyo corazón había tratado de conquistar. La había visto en el bosque persiguiendo al veloz ciervo, y sus más tiernas palabras no lograron conmoverla, porque Cupido había traspasado el corazón de Dafne con una de las flechas de plomo, de modo que la ninfa no sentía amor por nadie... y por Apolo, menos que por ningún otro.
Pero no era fácil desalentar a Apolo. Cuanto más huía de él la doncella, más audaz se volvía el dios. En una veloz carrera Apolo logró tocar con sus dedos el cuerpo de Dafne. Ésta, alzando los ojos al cielo, imploró a Diana que la salvara. La plegaria obtuvo una extraña respuesta. De pronto, la muchacha no pudo seguir corriendo porque sus pies quedaron enraizados en la tierra. Alrededor de su cuerpo crecía rápidamente la corteza de un árbol y, al alzar los brazos, éstos se volvieron ramas. Todo su cabello se convirtió en relucientes hojas de laurel, y su bello rostro en rosados capullos.
Apolo retrocedió asombrado al ver lo sucedido. Luego, comprendió lo ocurrido y admiró la virtud y el valor de Dafne. En seguida, abrazó aquel árbol y exclamó que aunque no fuera su esposa, sería eternamente el árbol a quien más honrarían sobre la tierra. Con sus hojas harían guirnaldas para coronar la cabeza de los vencedores, y el propio Apolo las usaría para ceñir su frente, en su memoria.
Apolo y Dafne. Garcilaso de la Vega, soneto XIII.
A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el oro escurecían;
de áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros que aun bullendo estaban;
los blancos pies en tierra hincaban
y en torcidas raíces se volvían.
Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol, que con lágrimas regaba.
¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!