“Aurora, la diosa de la mañana encargada de abrir al Sol las puertas del Oriente, era la madre de los vientos. El aire, sobre toda la Tierra y el océano, era agitado por el aliento de sus indómitos hijos. Céfiro, el viento oeste, era el de temperamento más amable. Rara vez soplaba con fuerza, porque recordaba siempre que, al hacerlo, había hecho morir al joven Jacinto.
Pero su hermano Bóreas, el viento norte, era un ser tosco y de mal carácter. No le importaba que las flores perecieran cuando sentían su helado soplo. Bramando, como un monstruo enfurecido, corría sobre el mar, haciendo saltar las olas a mayor altura que el mástil de un navío y lanzando las embarcaciones contra las rocas, hasta quedar agotado.
Noto, el viento sur, era de un carácter más inquieto. A veces, lo acompañaban repentinos y pesados aguaceros que henchían los arroyos y los ríos hasta que desbordaban; otras, ahuyentaben las nubes portadoras de lluvia. Entonces, cada uno de sus soplos parecía brotar desde un ígneo horno. El suelo se tornaba duro y seco; las ninfas de los arroyos y las fuentes plañían la pérdida de las aguas, y hasta los ríos más poderosos se reducían tanto, que sólo un diminuto curso de agua fluía sobre su gredoso lecho.
El hogar de esos indómitos vientos y de su hermano Euro, el viento del este, era una enorme caverna existente en una isla del Mediterráneo. La gobernaba el rey Eolo, quien, decían algunos, era el padre de los vientos. De ser así, era un padre severo, porque los confinaba entre los muros de las grutas, hasta que los ponía en libertad para desencadenar una tormenta.
Cierto día, los hermanos reñían con fuerza, y la Tierra y el cielo se estremecían con la violencia de su respiración, hasta que Eolo tomó a los vientos más salvajes y los encerró en una enorme bolsa de cuero, que entregó a Ulises (Odiseo). La nave de Ulises se había extraviado durante la tormenta, cuando regresaba a Ítaca después de la guerra de Troya, y Ulises pidió ayuda a Eolo para que su nave llegara a buen puerto. Todo habría resultado bien, a no ser porque algunos marineros curiosos, confiando en hallar oro en la bolsa, la desataron mientras su jefe dormía. Los vientos cautivos salieron furiosamente de la bolsa y provocaron una tempestad tan violenta que el barco se vio apartado de las costas de su patria y arrastrado nuevamente a la isla de Eolo. El rey se negó a ayudar a Ulises por segunda vez y, por eso, el fatigoso viaje se prolongó durante largos años.”