“Nadie sabe qué pensaba Aurora (Eos) sobre sus ingobernables hijos. Ella misma era diosa del alba y de las suaves brisas de la mañana y de la noche. Sus dulces modales le ganaron el amor de un cazador llamado Céfalo y, después de la difícil cacería, éste se tendía a la sombra de los helechos mientras la diosa le abanicaba el acalorado rostro.
Sin embargo, Céfalo ya estaba cansado y se sentía muy feliz en su matrimonio con la joven Procris, una de las lindas ninfas de Diana (Ártemis). Como regalos de boda, la diosa de la luna había dado a la novia un veloz sabueso que nunca se cansaba, por larga que fuese la cacería, y una jabalina que jamás erraba el blanco. Y Procris, que adoraba a su marido, había entregado a éste esos sorprendentes regalos.
Céfalo no era ingrato y amaba mucho a su esposa. Pero no pudo resistirse a las tentaciones que le dispensaba la radiante Aurora y siguió viéndose con ésta todas las tardes cuando terminaba la cacería.
Poco a poco, Procris empezó a sospechar, porque Céfalo se ausentaba por mucho tiempo y guardaba silencio al volver. Pensaba que se trataba se una bella pastora que le había robado su corazón.
Esa tarde, Procris se internó furtivamente en el bosque y se ocultó en la arboleda, para acechar a su marido y a su desconocida amante. Pronto llegó Céfalo, cansado y acalorado por la cacería que lo había dejado sin aliento. Desplomándose, llamó en voz baja a Aurora, diciendo: “Gentil amada, diosa de la suave brisa, ven y cálmame con tus dulces caricias”.
Cuando Procris oyó estas palabras, sollozó y quiso echar a correr para sufrir en silencio. Pero Céfalo oyó el leve rumor y creyó que algún ciervo se había enredado en la maleza. Se levantó de un salto y lanzó su jabalina, sin saber que iba dirigida contra un ser al que amaba mucho más que a cualquier diosa. El arma no podía errar y, en un instante, Céfalo descubrió que había herido a Procris, su amada. Tomándola en sus brazos, la besó tiernamente cuando moría, mientras hacía los más sagrados votos de que, desde aquel momento, se conservaría fiel a su memoria, hasta que muriera. Desde ese día, Aurora cortejó a Céfalo en vano, porque éste nunca quiso volver a escucharla, cuando ella le murmuraba palabras de amor, entre los árboles del bosque.”