“Cupido viajaba por todas partes, en busca de mancebos y de doncellas, cuyos corazones eran tiernos blancos para sus flechas de amor con puntas de oro. En Babilonia encontró a un noble joven llamado Píramo, que vivía en una casa contigua a la de una muchacha llamada Tisbe. No habían nacido el uno para el otro, ya que entre sus familias existía una gran enemistad; pero a Cupido no le importaba. Le gustaba conseguir que los jóvenes se casaran contra los deseos de todos. Y traspasó con sus flechas los corazones de Píramo y Tisbe, de modo que ambos se enamoraron perdidamente el uno del otro. Luego, Cupido huyó, sin esperar a ver qué sucedería.
Como sus padres habían prohibido a los enamorados que se vieran, éstos eran más desgraciados cada día. Sólo la esperanza de que algún dios se apiadara de ellos les permitía soportar su dolor. Una tarde tuvieron la suerte de encontrar una manera de hablarse, ya que un rayo de luz les descubrió una grieta en la pared que dividía ambas casas. Allí, a la hora más silenciosa, intercambiaban dulces palabras en voz baja y besaban con ansiedad las frías piedras de la pared. Por fin, comprendieron que sus familias jamás autorizarían su amor, y como les resultaba insoportable vivir el uno sin el otro, decidieron fugarse. Acordaron reunirse a la hora del alba, al pie de una gran morera que crecía fuera de las murallas de la ciudad, junto al sepulcro de Nino.
Antes de la hora convenida, la dulce Tisbe se envolvió la cara en un chal y partió en busca de su amado. Cuando se acercaba al solitario paraje vio que Píramo no había llegado aún, por lo que se acurrucó al pie del árbol para esperar. De pronto, la sobresaltó un sonoro rugido y vio a un gran león que surgía de la espesura y se precipitaba sobre un ciervo, que empezó a devorar ante los propios ojos de la joven. Tisbe permaneció inmóvil por el terror, pero en seguida pensó en la conveniencia de alejarse y se metió corriendo en los bosques, dejando caer el chal al huir. El león, atareado con su presa, no prestó atención a la asustada muchacha, aunque, después, descubrió el chal y lo desgarró con sus ensangrentados dientes, antes de alejarse.
Acababa de desaparecer cuando llegó Píramo. Miró ansiosamente, extrañado de no encontrar a su amada. Y, entonces, una ráfaga de viento arrastró el ensangrentado y roto chal hasta sus pies. En seguida reconoció, con horror, que era la prenda que Tisbe usaba a menudo.
Aterrorizado, Píramo corrió de un lado a otro llamando a Tisbe con frenéticos gritos. Y como no hubo respuesta, el acongojado joven la creyó muerta. Amargamente, se culpó de su falta de precaución, que había causado la muerte del ser que más amaba en el mundo. Regresó a la morera y decidió morir en el mismo sitio donde debía haberse encontrado con Tisbe. Si ella ya no existía, ¿para qué quería él la vida? Y desenvainando la espada, se arrojó sobre su punta y se desplomó.
Mientras tanto, la tímida Tisbe se había ocultado en una caverna. Cuando transcurrieron algunos minutos, reunió suficiente valor para salir, con la esperanza de que su amado hubiese llegado. Vio un cuerpo tendido al pie del árbol. Cuando vio que era Píramo, decidió también morir. Besó apasionadamente la tibia boca de su amado. Luego, tomando la espada con ambas manos, la hundió en su pecho y murió.
No tardaron los padres de Píramo y Tisbe en encontrar a sus hijos muertos. Muy afligidos, sepultaron a ambos en una sola tumba, al pie de la morera, porque era lo único que podían hacer. Pero los jóvenes amantes nunca fueron olvidados. Los viajeros que se detenían a descansar al pie de la morera notaron algo muy extraño: sobre las ramas crecían bayas, no ya blancas, como siempre, sino rojas, porque las raíces del árbol bebían la sangre de los jóvenes que habían muerto por amor.”
Revista Cultura y Ocio
Hace muchísimo tiempo no existían más que moreras, cuyos frutos eran blancos; pero ahora hay también especies con bayas de color rojo oscuro. Los griegos conocían la razón del cambio y les gustaba narrar esa historia, que se refiere a dos enamorados: